En los últimos meses, la Policía intervino cerca de 350 fiestas solo en Lima. El desacato, todos lo sabemos, es extendido al margen del código postal. Alcanza a pitucos y misios por igual. Lo único que cambia son las formas y el escenario. El asunto es que en ninguna de esas intervenciones murió alguien, salvo en la discoteca Thomas, así que seguir argumentando que la Policía no tiene ninguna responsabilidad justo en ese caso resulta una injusticia para las familias de quienes murieron aplastados contra una puerta cerrada intencionalmente.

Ahora sabemos que la Policía no solo mintió sobre los detalles del operativo de Los Olivos, sino que intentó alterar videos de seguridad. Sería más comprensible que hayan asumido que el operativo no salió como se esperaba, que se salió de control, que los oficiales hicieron lo que pudieron. Un policía se puede equivocar, y reconocerlo es parte del respeto que se merece, sobre todo cuando él mismo puede ser víctima de la precariedad de su institución, que no lo capacita adecuadamente. Se puede entender que un operativo salga mal, pero no que se mienta tan descaradamente, como lo hicieron los mandos policiales y el mismo ministro del Interior. El ministro, por responsabilidad política, tendría que estar dando un paso al costado.

Por si alguien aún lo duda, bajo ningún criterio puede ser normal que en un operativo mueran 13 jóvenes. No tiene ninguna relevancia si incumplían el toque de queda, consumían lo que sea o tenían juicios pendientes. Ninguna de esas razones justifica su muerte. Aun así, el espíritu sancionador y ajusticiador que flota entre muchos prefirió creer a ciegas lo que la Policía dijo, a pesar de que era evidente que la intervención había sido un desastre. La lección es que respetar a la Policía no significa mirar hacia otro lado cuando más de una decena de peruanos están muertos. Esa es una solidaridad equivocada.

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