(Fotos: Ángela Ponce @photo.gec)
(Fotos: Ángela Ponce @photo.gec)

Los espacios abiertos son mucho más seguros que los cerrados, debido a que ahí la concentración del virus en el aire es bastante menor, pero no dudo de que eso cambia si la gente está una sobre la otra. Así, varias playas capitalinas pueden ser focos de infección cuando por la cantidad de personas no entra ni un alfiler en ellas, pero ¿acaso estamos en ese momento?

Por eso, de todas las medidas para frenar los contagios del virus, el cierre de las playas en Lima es una de las más difíciles de comprender. Ver a serenos y policías parados al borde de la arena, en una suerte de cadena humana, para que niños, padres, parejas y familias en busca de un respiro no se atrevan a llegar a la orilla, es desproporcionado cuando la temporada veraniega aún no ha comenzado. Las tugurizaciones que suelen ocurrir en los meses de calor en playas como Agua Dulce o Los Yuyos aún están lejos de ocurrir. Es octubre, no finales de diciembre.

No deja de llamarme la atención lo normalizado que está limitar el acceso a espacios públicos y cómo el gobierno tiene tan poca oposición frente a una medida como esta, que parece haber tomado solo para curarse en salud. Ha invertido más materia gris en cómo abrir centros comerciales que en asegurar espacios libres para el esparcimiento. ¡Los parques zonales recién van a abrir!

Siete meses después de estar en pandemia, aún no hay criterios conocidos o protocolos publicados para el uso adecuado de espacios públicos, solo sabemos de prohibiciones absolutas, como la proscripción de las playas de viernes a domingo. ¿Y la salud mental? Observemos lo que ocurre los domingos con la buena idea de tener las calles limeñas sin carros: en una consecuencia impensada, la gente ocupa las calles porque los lugares gratuitos y abiertos donde estar son insuficientes. A diferencia de lo ocurrido con las playas, esta sí es una medida para celebrar.

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