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Derribar estatuas
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El asesinato del afroamericano George Floyd ha abierto la posibilidad para que, de una vez por todas, EE.UU. y diferentes países, con conflictos históricos no resueltos, se planteen debates nacionales; revisión de leyes que impliquen desigualdad por raza, etnia, religión o género; apertura de museos y monumentos en honor a minorías maltratadas; el estudio obligatorio en los colegios sobre el pasado oscuro de algunas naciones (como lo hace Alemania con el régimen nazi) y muchas maneras constructivas para asumir lo que hoy, con las concepciones del siglo XXI, nos es obvio que fueron prácticas detestables. Así, las nuevas generaciones aprenderán que cuestiones que vemos como “normales” –ciertas tiranías o el populismo– son lacras como lo fueron la esclavitud, la discriminación y la persecución religiosa.
Pero más fácil que plantear un serio debate de cómo aceptar la historia y comprenderla en su contexto es desfogar la rabia acumulada poscuarentena y unirse a un festín de destrucción de propiedades y estatuas de personajes “racistas”.
El camino fácil es el del vandalismo, el difícil es el del debate y la construcción de formas de coexistencia entre grupos en conflicto. Al derribar la estatua de Colón y de esclavistas británicos, se abre la justificación de tumbar la de Jefferson, Washington y otros esclavistas estadounidenses, y junto a ellos, la de colonizadores como Pizarro y Cortés, y luego emperadores aztecas e incas que esclavizaban a rehenes, y terminaremos por no leer, no ver películas y no usar tecnologías de personas o países cuyos comportamientos o políticas no son dignos de nuestra aprobación.
Dicen que Thomas Edison fue racista y antisemita: ¡no vuelva a encender la luz, sea coherente!
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