Un antiguo amor por Buenos Aires.
Un antiguo amor por Buenos Aires.

Llevaba más de un año sin visitar Buenos Aires, y me parecía un crimen. No tenía razones para ir a esa ciudad tan lejos de casa: nadie me esperaba, no estaba lanzando un libro, carecía de agenda, no me quedaban amantes ni amigos en aquella ciudad. Mi esposa no quería acompañarme, decía que el vuelo de nueve horas sería una paliza que prefería ahorrarse, me deseaba suerte en la aventura. Era, pues, un viaje perfectamente innecesario, y hasta perfectamente inútil y, por eso mismo, un capricho o un lujo que me tentaba tanto.

Había vivido en Buenos Aires dos años en los que me retiré de la televisión, allá por 2003 y 2004, debido a que, aparte de estar enamorado de esa ciudad desde muy joven, me enamoré, faltaba más, de un habitante de aquella ciudad, que fue mi novio por ocho años. Luego había continuado viviendo en Buenos Aires cinco años más, si pasar una semana al mes en esa ciudad calificaba como vivir en ella.

Los años 2003 y 2004 viví en un apartamento alquilado, un piso alto de una torre moderna, o moderna para los estándares de la ciudad, en la que los edificios son tan añosos, en la calle Sáenz Peña de San Isidro, frente a un barrio laberíntico, de calles adoquinadas y casas de ensueño, Barrio Parque Aguirre, en el que soñaba con comprarme una casa. No fueron años del todo felices, pues me atacó una crisis de insomnio que deterioró grandemente mi salud, aunque pasar tantas noches en vela me permitió escribir una novela, “Y de repente, un ángel”, que quedó segunda, es decir finalista, en el premio Planeta España. Desde entonces, me hice adicto, o dependiente, a las pastillas para dormir.

Como los dineros provenientes de mis libros eran acotados y tendían a menguar, me vi obligado a volver a la televisión, tras permitirme tres años de exilio u ostracismo de esa feria de las vanidades, de modo que, además de hacer programas en Miami y Lima, grababa entrevistas, una semana cada mes, en Buenos Aires, lo que me animó a comprar un apartamento en la misma calle Sáenz Peña de San Isidro, frente al club de rugby. En ese apartamento con vistas muy bonitas, supe ser feliz, me sentí amado y seguí paseando, absorto, ensimismado, por las callecitas enrevesadas de Barrio Parque Aguirre, o por las del casco histórico de San Isidro, que eran, a no dudarlo, mi barrio, el lugar del mundo donde me sentía más contento.

Durante cuatro años, viajé a Buenos Aires todos los meses, sin falta, y mis problemas de insomnio disminuyeron de un modo inversamente proporcional al consumo de pastillas para dormir. A veces, caminando por San Isidro, estaba tan dopado que tropezaba y me caía. Todo cambió cuando, a mediados de 2010, mi novia, una jovencita de entonces veintidós años, me comunicó, para mi gran alegría, que estaba embarazada de mí. Mi vida cambió radicalmente desde entonces, diría que para bien. Por desgracia, las cosas con mi novio terminaron de manera inamistosa, rencorosa, biliosa, y no volví a verlo, porque él fue a Lima y recorrió las televisiones putañeras diciendo cosas horribles de mi novia y de mí. Entonces me quedé sin razones para ir a Buenos Aires y vendí el apartamento de San Isidro. Ya sin amores ni casas en Buenos Aires, sin entrevistas por grabar para la televisión, me propuse visitar la ciudad una vez al año, a ser posible en primavera, o en abril, para la feria del libro. Como temíamos encontrarnos con mi ex novio rencoroso, mi mujer y yo nos alojábamos, con nombres cambiados, en un hotel de Recoleta que nos encantó, el Club Francés, en la calle Rodríguez Peña.

Esta vez, sin embargo, me permití la desmesura de hospedarme en el Alvear de Recoleta, celebrando la buena marcha de mi programa en Miami. El Alvear debe de ser uno de mis hoteles favoritos en todo el mundo: elegante, señorial, un palacio melancólico, ajeno a los estragos del tiempo, con suites espaciosas y afrancesadas, de techos altos y candelabros, ofrece, además, la atención extraordinariamente amable de los mozos del bar, los maleteros, los recepcionistas, las camareras del jardín de invierno que sirven ceremoniosamente el té como si estuvieran en una obra de teatro, las masajistas del spa, lo que multiplica los placeres estéticos del visitante, que, aparte de contemplar embelesado la belleza misma del hotel, termina haciéndose amigo, o es mi caso, de las personas que atienden con tanto esmero. En el bar, el mozo me ofrece conseguirme entradas para el fútbol; en el spa, la masajista venezolana me lleva al nirvana con unas técnicas que aprendió en Tailandia; en el servicio del té, los tostados de jamón y queso me recuerdan que nunca seré flaco, casi mejor.

Pero sería un error dejar de mencionar el quiosco enfrente del hotel, que, bien mirado, es ya parte del Alvear, y una parte estimable de él. Su dueño es ya mi amigo, nos conocemos de años, y comentamos los últimos chismes de la política y el fútbol, y me llevo todos los diarios y revistas, sobre todo las más frívolas y hasta las acanalladas, pues yo, que soy un ermitaño, un anacoreta, y asocio el placer de unas vacaciones con hablar lo menos posible, termino asistiendo a todas las fiestas de la ciudad con solo ver las fotos de ellas, es decir que mi vida social en Buenos Aires consiste en ver las fotos de la vida social en aquella ciudad.

Además de todas esas maravillas que el buen viajero sabe apreciar, el Alvear ofrece la conveniencia de estar muy bien ubicado, pues los cines del Village, los mejores de la ciudad, están muy cerca, a diez minutos andando. Al estar solo, sin mi esposa ni nuestra hija, pude reanudar una antigua costumbre que practicaba de joven en Madrid y Barcelona, y Buenos Aires y Nueva York, la de ver dos y hasta tres películas cada día, comiendo aprisa entre funciones. En apenas cuatro días, pude ver ocho películas, todas en el Village, y de las ocho, solo dos me parecieron regulares, ni siquiera malas, las otras seis fueron buenas o excelentes (las mejores: “El Ángel”, “Mi obra maestra”, “Todos lo saben”, “La esposa”).

Me impresionó, para bien, que me saludaran tantos venezolanos por todas partes: los mozos del bar, la masajista del spa, los chicos de la heladería, las boleteras de los cines, los camareros de cualquier café, todos eran venezolanos, y estaban contentos de trabajar, y no se quejaban ni se dejaban abatir por la nostalgia y las malas noticias provenientes de su país, y acaso demostraban, con su optimismo y tenacidad, que, si de veras quieres trabajar en Buenos Aires, trabajo no te faltará, solo que hay un montón de argentinos que en realidad no quieren trabajar y prefieren que el gobierno les regale dinero o les conceda un empleo al que solo van para cobrar, esperando ansiosamente jubilarse.

Me hubiera gustado quedarme más días en Buenos Aires, pero el perrito lloraba, buscándome en mi casa, y en el canal me pedían que volviese cuanto antes. De camino al aeropuerto, Hugo, el chofer, un caballero a la antigua, me contó su vida, sus tropiezos, su enfermedad, y yo le conté mi vida, o la parte de ella que me parecía digna de ser contada. Cuando nos despedimos, le di un abrazo y dije que volvería en abril. Sentí que no mentía. En el mostrador de la aerolínea, la señorita, tan linda, de Adrogué, me preguntó si había visitado la ciudad para presentar un libro. En realidad, no, le dije. Vine a presentarme yo mismo, y a decirle a Buenos Aires que, cuando peor hablan de ella, y más incierto es el futuro, más la quiero.

TAGS RELACIONADOS