(Midjourney/Perú21)
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Toda lucha política empieza con las palabras. Según su poder corrosivo y adherencia, epítetos y etiquetas son utilizados como armas arrojadizas para derribar al rival. Entre ellas se repite, y se repite, el vocablo que denota un lujoso manjar, pero que políticamente connota una incoherencia: predicar algo distinto a lo que se hace.

Inversamente a la frase que dice que hay quienes comen chancho y eructan pavo, el término pretende criticar a quienes comen caviar y eructan sensibilidad social, maridaje quizás poco científico, pero delito no es.

Dos sucesos recientes vinculados al término en cuestión hacen pensar en que el discurso de Humpty Dumpty, el huevo parlante de Alicia en el País de las Maravillas, es un dialecto peruano.

En un momento, el huevo le empieza a hablar incoherencias a Alicia. Ella se lo reprocha y dice que no le entiende. Humpty Dumpty le aclara: cuando yo uso una palabra, esta quiere decir lo que yo quiero que diga. Alicia le dice que eso no es posible. Humpty le dice que sí; eso depende de quién es el que manda.

Con la candidez propia de quien se balancea sobre una tapia, aunque amparado en la narrativa imperante, el cardenal de Lima ha dicho que un caviar es “un insulto que desprecia a toda persona que quiere aportar algo”. Eso es tan exacto como decir que una licuadora es un helicóptero. Alguien que quiere aportar algo es una persona de bien; nada lo obliga a ser obligatoriamente caviar.

Paralelamente, el partido de izquierda Juntos con el Perú, que anteriormente postulara la candidatura progresista de Verónika Mendoza llevando una agenda de las reivindicaciones posmodernas que a la mayoría no les mueve la aguja (lenguaje de género, cultura transgénero, etc.), anuncia una alianza con el populismo radical, folclórico y disparatado de Antauro Humala. Lo caviar regresa al huevo, en la categoría de huevada. Mientras entre ellos se desata el álgebra del cálculo y el minué del deslinde, Antauro se los va a comer de desayuno.

Forzando intelectualmente las cosas, podría atribuirse la protogénesis de la crítica al caviarismo al panfleto que Lenin publicó en 1920. Ahí hablaba de “la enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo”, avizorando el sectarismo y la superficialidad que amenazaba su ideología proletaria.

Periodísticamente, 50 años después, fue Tom Wolfe quien, en una crónica satírica, acuñó el término radical chic, traducido también como izquierda exquisita, para referirse a las simpatías frívolas de la élite neoyorquina por los radicales de entonces.

En ese texto, Wolfe relataba el coctel que el director de orquesta Leonard Bernstein, progresista y millonario, daba en su dúplex de Park Avenue para presentarles a sus amigos a militantes de las Panteras Negras, agrupación que se consideraba la vanguardia de lucha contra el capitalismo. Wolfe relata cómo uno de los morenos radicales no sabe cómo manipular una bolita de roquefort de un mayordomo hispano.

Es como si Salomón Lerner hiciera un coctel para presentarle los reservistas etnocaceristas a su círculo social. ¿Antauro levantaría el meñique al recibir un canapé de un mozo cobrizo?

El término satírico para referirse a un comportamiento político ha sufrido distintas mutaciones: liberalismo limousine (Nueva York), socialismo champagne (Reino Unido), socialismo chardonnay (Australia), red set (Chile), izquierda Ballantine (Brasil) y últimamente izquierda iPhone, como si un progresista solo pudiera usar Xiaomi. Vladimir Cerrón, padre putativo y negado de Castillo, ha sugerido que el caviarismo es un “izquierdismo ilegítimo”.

Pero la crítica es al doble juego, no a los valores fundamentales que abraza el progresismo. Los derechos humanos y civiles no son una frivolidad; son pilares esenciales de la convivencia civilizada y herramientas para combatir el abismo de la desigualdad, algo que en nuestro país da vergüenza y ante lo que la derecha acostumbra a poner hermosos biombos

En las sociedades no existe el vacío: la derecha despreció o dio por hechos estos valores, mientras que la izquierda se apropió de ellos con un entusiasmo privado que haría sonrojar a la Confiep. Eso es lo que construye las famosas narrativas en curso, virales y buenistas.

Pero hay distancia entre las versiones y la realidad. Susana Villarán, progresista militante, sucumbió a la corrupción de manera inversamente proporcional a la sensibilidad social que predicaba. Dina Boluarte, vicepresidenta de la demagogia reivindicativa de Pedro Castillo, acabó hundida entre muertes de terceros bajo una pila de relojes de alta gama y cirugías estéticas. Pedro Castillo, izquierdista robacubiertos de Palacio de Gobierno, estará con prisión preventiva hasta el próximo mundial. Son los niños símbolo de la diferencia entre decir y hacer.

Lo extravagante es que la razón y culpa de tan groseras incoherencias localmente siempre acaban atribuyéndose a la misma persona: Keiko Fujimori. Sus adversarios no reparan en que con eso alimentan una irrelevancia que se ha convertido en ancla nacional.

La señora Fujimori no tiene otro oficio ni beneficio que ser hija de su padre, tan sentenciado como Antauro. Su presencia en la política peruana es tóxica y perjudicial, salvo para el incompetente antagónico que la enfrente, que le ganará en lo que sea. Así como repetir incesantemente la palabra ‘caviar’ en vez de debatir cómo hacer viable una sociedad más justa no sirve para nada sino para despojar de significado al término, insistir ecolálicamente en que Keiko es el motor inmóvil que define nuestra decisión de voto es convertirnos en suicidas vocacionales. O en un país de Humpty Dumptys, por no decir huevones.

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