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Adolfo Bioy Casares o el escritor feliz

El joven Bioy apenas había cumplido 18 años cuando Victoria Ocampo le presentó a Borges, quien sería su gran amigo y cómplice.

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Fecha Actualización
Guillermo Niño de Guzmán,De Artes y LetrasEscritor

Curioso el destino de Adolfo Bioy Casares, el escritor argentino cuyo centenario se celebra este año. Fue, aunque suene raro, lo que podríamos llamar un hombre feliz. Atractivo, inteligente, fino, cultísimo, su temperamento hedonista coincidió con una absorbente pasión por la literatura. Le gustaba la buena vida y su comportamiento rayaba en la frivolidad, pero su amor por los libros era insuperable. Se entregó a su pasión desde niño y escribió con terca intensidad hasta el fin de sus días, que le llegó en vísperas de sus 85 años.

Hijo de ricos estancieros, Bioy nunca necesitó trabajar. Abandonó la universidad –intentó en vano estudiar Derecho, y Filosofía y Letras– para retirarse a la hacienda de su familia, donde se dedicó a leer incansablemente y consiguió suplir la falta de una formación académica. El resto de su tiempo lo consagró a los deportes, los viajes y las mujeres, pues era un seductor inveterado. No obstante, estuvo casado toda su vida con la misma mujer, Silvina Ocampo. Hermana menor de Victoria, la fundadora de la notable revista Sur, ella también tenía veleidades literarias y compartió algunas aventuras librescas con él.

Bioy creció en un hogar que alentó sus afanes de escritor y le ayudó a costear sus primeras publicaciones. Antes de que firmara la novela corta La invención de Morel (1940), que mereció el elogio de Borges ("No me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta"), dio a la imprenta nada menos que seis libros, de los cuales no solo abjuró sino que eliminó de su bibliografía por considerarlos mediocres.

El joven Bioy apenas había cumplido 18 años cuando Victoria Ocampo le presentó a Borges, quien sería su gran amigo y cómplice literario. Pese al magisterio del autor de El aleph, habrá que reconocer que el discípulo fue un alumno aventajado y que, con el correr del tiempo, adquirió una suficiencia en el arte de contar que le permitió escribir con el maestro varias obras al alimón. La influencia no fue unidireccional, como podría suponerse, sino recíproca. Si bien los unía el culto de lo fantástico, la tendencia de Bioy a tejer intrigas cada vez más ancladas en su experiencia cotidiana debió de ser un acicate para que Borges se animara a fabular siguiendo un derrotero menos intelectual.

Desde luego, Bioy no alcanzó la genialidad de su mentor, pero tampoco la pretendió. A medida que encontraba su propia voz, se interesó menos por la especulación filosófica y optó por abordar temas más pedestres, a menudo camuflados por la máscara del humor. Diestro en el arte del cuento, también concibió historias de mayor aliento como las novelas El sueño de los héroes y La guerra del cerdo, donde borra las fronteras entre lo real y lo fantástico con una naturalidad sorprendente. Cuando murió, dejó entre sus papeles una obra monumental titulada Borges, un retrato excepcional compuesto por apuntes de su diario íntimo. Una verdadera proeza, pues cubre el día a día de una amistad durante más de cincuenta años. Sin duda, un libro sui géneris e irrepetible, quizá el mejor homenaje que jamás le haya hecho un escritor a otro.