Sinead O'Connor. (Photo by Mandel NGAN / AFP)
Sinead O'Connor. (Photo by Mandel NGAN / AFP)

abandona este mundo intempestivamente. Nos deja un par de discos memorables y el recuerdo de una intemperancia que la terminó llevando a la ruina. Un ángel con el cuchillo entre los dientes.

En aquellos tiempos, uno amaba las noches interminables, mejor si humedecidas por burbujas y labios escarlata que se las arreglaban para relucir en la nocturnidad de bares con pequeñas salas de baile. Y ahí la teníamos a ella, encarnada en energía pura, liberada desde los altoparlantes…

Sinead O’Connor fue una desadaptada cuya ingenuidad el sistema castigó sin misericordia. Su rabia, su entrega, terminó fagocitando el arte, el fuego del dragón que la consumía por dentro, como una ferocidad que, en su canto, era vagamente modulada por la solemnidad casi monástica de los angélicos coros con que los arropaba.

The Lion and the Cobra (1987)
The Lion and the Cobra (1987)

The Lion and the Cobra (1987) es un disco impresionante, extraño equilibrio de gravedad y averiada dulzura. El hit planetario llegó con el siguiente LP, obvio, pero ese debut dejó una huella que, entre el prójimo entendido en las moñas del alma, es y será imborrable. Lo de después, no importa. El mundo del espectáculo no perdonó nunca tan errática rebeldía, menos aún tras atentar simbólicamente contra una foto del tal Wojtyla… como si el vejete no se lo mereciera, o no supiera ella de lo que hablaba, irlandesa como era y víctima en su adolescencia de una malhadada orden de monjas, para variar, católicas.

Ni la cobra ni el león de la profecía bíblica lograron levantar bandera sobre su nombre. Porque la belleza no tiene por qué manifestarse siempre con amabilidad o pidiendo permiso. A veces lo más decente es tirar la puerta abajo a patadas.