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Juicios y prejucios

“He vivido, como todos, el miedo y la indignación, no olvido el dolor de quienes perdieron a sus familiares, pero veo a Garrido Lecca y no me nace gritarle nada”.

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Hace unos días, esperando ser atendida en una clínica, me llamó la atención la cara de una mujer en sus cincuentas, tejiendo al lado de su madre. Yo la he visto antes, pensaba. Cuando por fin mi memoria hizo clic, un nombre que revive incendios se terminó de escribir en mi cabeza: Maritza Garrido Lecca.
La terrorista que escondía al genocida Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso, en el local de una academia de danza, hace casi 30 años. La mujer que salió de la cárcel en setiembre y que enardeció al público, la terruca pituca, la bailarina bonita de Miraflores que terminó enrolada en la peor secta que haya tenido la historia del Perú.
Maritza no miró a los lados, se concentró en su tejido y yo no me resistí a la tentación de hacerle una foto y mandársela a algunas personas por WhatsApp. Mis receptores querían venganza, que por qué no le grité, que por qué no la insulté, igual como hizo no sé quién, no sé dónde, no sé cuándo... Pero si algo he aprendido este último año, es que ya no voy a acomodar lo que siento a lo que debería sentir por considerarse políticamente correcto. Y la verdad es que no sentí nada más que curiosidad por cómo lleva su vida fuera de prisión. Nada más. He vivido, como todos, el miedo y la indignación, no olvido el dolor de quienes perdieron a sus familiares, pero veo a Garrido Lecca y no me nace gritarle nada, y menos cuando su anciana madre está sentada a su lado, esperando en silencio.
Hace unos meses tuve una enfermedad que me tuvo presa del dolor y que dejó la mitad de mi cara paralizada. Tomaba líquidos y se me caían de la boca, trataba de hablar y balbuceaba, mi ojo derecho no cerraba nunca. He estado meses así. No era grave, pero era muy desmoralizador, pues la gente que me conocía no podía disimular su impresión, de modo que había que hablar del tema, y la que no me conocía me trató muchas veces con mezcla de miedo, desprecio y cara de ¿qué le pasa a esta? Así que estuve meses sin querer salir de mi casa, pero poco a poco estoy volviendo y mi cara está casi normal.
Qué suerte tengo de haber pasado por esto, porque he crecido. Lo digo porque, cada vez que me indigno y me uno al cargamontón de los rencores eternos, mi ojo derecho amenaza con paralizarse otra vez, mi boca con balbucear y babear, y mi cara con volver a crujir de dolor. Desde entonces, ya no gasto energías en odiar.