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El quinto: no matarás

“No basta reclamar al Congreso que autorice las denuncias y de exigir al Ministerio Público que acelere las investigaciones. Hay que indignarnos contra cualquier asesinato, recuperar la dignidad de la vida…”.

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Hay cosas que uno nace sabiendo, porque las llevamos dentro del alma. Como no matar, que no se necesita que lo prohíban las leyes de los hombres ni las biblias de los dioses. No se debe matar y punto. Sin embargo, nuestra historia está llena de asesinatos. En nuestra cultura, los tres primeros momentos son míticos: la creación del mundo, la creación del hombre y de la mujer, y la expulsión del paraíso por el pecado original de desobedecer a Dios y comer el fruto prohibido. Lo que sigue es la competencia por quién adora mejor a Dios, entre el menospreciado Caín y el favorecido Abel, que termina cuando uno mata al otro por envidia. Después de los mitos, desde que empieza la vida terrenal, aparece el asesinato. La prosperidad de la economía se consiguió a través de procesos coloniales, esclavitud mediante, que mató a millones de personas. Estados Unidos (1776) y Francia (1789) inventaron la libertad, pero tardaron casi dos siglos en llevarla a la práctica: los americanos recién reconocieron derechos civiles a los descendientes de esclavos en 1963 y los franceses se resignaron a la independencia de sus colonias entre 1945 y 1962. En el siglo XIX, Leopoldo II de Bélgica desarrolló el genocidio en el Congo como parte del proceso de explotación del caucho; por estas tierras, Julio César Arana haría lo mismo en el Amazonas. Del siglo XX todavía duelen matanzas superlativas: el régimen nazi mató once millones de judíos; el régimen soviético mató por represión y hambre a quince millones; y el comunismo chino, también de hambre, mató a otros treinta millones. Tanta muerte se resumió así: un muerto es una desgracia; un millón de muertos es un dato estadístico (Stalin).
Nosotros también aportamos nuestra cuota, sesenta mil muertos durante la guerra contra Sendero. Se recuerdan las matanzas de Accomarca, Lucanamarca y Tsiriani (Sendero), del cuartel de Los Cabitos (Belaunde), de los penales en el Frontón y San Juan de Lurigancho (García), y de Barrios Altos y La Cantuta (Fujimori). Pero en el debate olvidamos a las víctimas; fueron propaganda contra los crímenes del adversario político, mientras callábamos los nuestros. Cuando apareció Sendero, por ejemplo, la izquierda tardó mucho en condenar al terrorismo; se sentía apabullada por la Revolución Cultural de Mao en China y la nostalgia guerrillera de Castro en Cuba. Cuando las Fuerzas Armadas salieron a reprimir, tardamos mucho en denunciar sus ejecuciones extrajudiciales; sentíamos que esa era una buena manera de defendernos. El asesinato dejó de ser un crimen para convertirse en un argumento político.
Durante los juicios a los criminales nazis se les veía serenos, sin culpa ni odio; sentían que no tenían ninguna responsabilidad, que al matar judíos solo estaban haciendo bien su trabajo, obedecían órdenes y cumplían lo que mandaban las leyes. El asesinato se hizo cotidiano; el poder totalitario había creado sujetos incapaces de pensar sobre el sentido moral de sus actos (Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, la banalidad del mal, 1963). Esta semana, mientras Amnistía Internacional publicaba su investigación sobre los 50 muertos durante las protestas de diciembre 2022, con pruebas que comprometen a la escena oficial porque se han identificado procedimientos que permitían disparar a matar (¿Quién disparó la orden?, 2024), el Congreso rechazó la denuncia para investigar a la presidenta. Podemos discutir muchas cosas: si las protestas fueron promovidas por subversivos, si las órdenes del gobierno fueron negligentes o delictivas, si están involucrados o no la presidenta, sus ministros y los comandos militares. Pero, más allá de todo eso, el asesinato es sobre todo un asunto ético. Por eso no basta reclamar al Congreso que autorice las denuncias y de exigir al Ministerio Público que acelere las investigaciones. Hay que indignarnos contra cualquier asesinato, recuperar la dignidad de la vida, defender la vida de los otros como quien defiende la de uno mismo, sin excepción alguna. Ninguna persona es una isla, la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad, por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti (John Donne, ¿Por quién doblan las campanas?, 1624).
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