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El fin de los principios

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Foto: Cesar Campos / @photo.gec
Fecha Actualización
El reciente festival de vacunaciones clandestinas que ha escandalizado al país ha permitido comprobar, otra vez, que quienes acceden a las altas esferas del poder en el Perú asumen sus cargos como si, de pronto, hubieran heredado una chacra en la que pueden hacer lo que les viene en gana.
Lejos de entender el ejercicio del cargo público como una responsabilidad con el país y sus ciudadanos, en nuestro medio parece percibirse como un privilegio que se recibe y se ejerce como coronación de determinados esfuerzos, sean estrictamente profesionales o producto de algún toma y daca con los poderes de turno. Un mal que se extiende prácticamente a todas las tendencias políticas, como se ha podido apreciar también en los últimos Congresos que hemos tenido, pues en esta ausencia de principios firmes no hay bandera partidaria que se salve.
Una vez llegados a las pequeñas o grandes cimas de poder que se presentan en la administración pública, no son pocos los que usufructúan las atribuciones que vienen con el cargo –dejando de lado, por supuesto, la corrupción planificada y a gran escala– más en beneficio propio que calculando el impacto de sus acciones y decisiones en lo que es justamente la misión primordial del Estado: el bien común.
La facilidad con que tantos profesionales y académicos reputados recibieron las inoculaciones secretas, sin plantearse dilema ético alguno, se explica solo en ese apagón moral que parece campear entre ciertas autoridades y funcionarios de alto nivel, y que a no dudarlo hubiera servido como perfecto ejemplo negativo para lo que Max Weber explicaba de la disciplina, el patriotismo y el compromiso de determinadas burocracias estatales en su célebre estudio sobre la ética protestante.
Así como podemos alegrarnos y sentirnos orgullosos con el innegable mérito de las ingenieras peruanas que participan del proyecto de la NASA en Marte, a nuestro país le costará olvidar la desvergüenza de quienes, aprovechando sus posiciones de privilegio, burlaron la confianza que se depositó en ellos –casi una carta blanca, dada la emergencia– para defendernos de la pandemia.