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¿De qué hablamos cuando hablamos de corrupción?

Siempre que se acerca la aterradora fecha de pago de la renta anual, me asalta el mismo pensamiento: ¿para qué pago tantos impuestos? Observo la cifra que alegremente voy a ofrendar en el altar de la Sunat y pienso en todo lo que yo podría hacer con esa plata. Acto seguido, intento consolarme pensando que es lo justo. Soy un privilegiado: tengo un buen sueldo y debo devolverle a mi país todo lo que me da. Intento creer que se invertirá en construir escuelas y postas médicas en los pueblos más alejados, en darle agua potable a los miles de peruanos que aún viven sin acceso a ella, en prevenir –alguna vez– las muertes por huaicos o por friaje que siguen ocurriendo todos los años y nos sorprenden como si no tuviéramos forma de enterarnos de que vendrán. Pero la ilusión me dura poco. No puedo dejar de pensar que esa misma plata que estoy tributando, (esa plata que –me repito mentalmente– no es mía, que no me pertenece, que es del país), irá a parar, en realidad, a los equipos de la central de espionaje telefónico de un mafioso presidente regional o al colchón king de la amante veinteañera de un alcalde corrupto. Esa sola imagen –que no proviene de mi afiebrada imaginación sino que es algo que constato, a diario, en las noticias– me subleva y me asaltan unas ganas tremendas de nunca volver a pagar ni mierda.

En un país al que aún se le pegan –de hambre– las tripas, la corrupción es un crimen de lesa humanidad. El corrupto le roba al hambriento. O, más exactamente: el corrupto arrebata –de la boca del pobre más pobre– un pan que irá a parar a su despensa, un pan que ni siquiera se va a comer, un pan que va a guardar para mayo por si acaso, porque el corrupto, en realidad, no tiene hambre, siempre está lleno aunque viva en la angurria eterna e insaciable. En este país, la gravedad de un robo se mide por el monto de lo robado. Me parece que no es el único índice, ni siquiera el más preciso. El daño debería medirse, también, de acuerdo a la vulnerabilidad de la persona a quien le roban. Estamos claros en que robar siempre es igualmente malo pero hay personas que, tras haber sido asaltadas, continuarán con su vida normal y personas que no lograrán sobrevivirlo. Esa es la diferencia. ¿A quién roban los políticos rateros cuando roban? A todos, claro, pero, a ver, ¿seremos todos iguales en el registro de las víctimas? Claro que no. Por mucho que me reviente el hígado rabiando y maldiciendo por ello, yo sé que seré uno de los que quedará con vida –por ejemplo– tras la asonada de esa temible banda de los ex presidentes de la que todos juran no formar parte. Aunque al final resulte que se robaron miles de millones, no seré yo quien muera como consecuencia.

Sobreviviré, sin duda y seguro que tú también. Pero allá afuera hay toda una enorme multitud que no va a tener tanta suerte. El paciente que está tirado en una camilla, arrimado en algún pasillo de una emergencia de Essalud, esperando a que algún día lo operen, morirá. Jóvenes tebecianos del arenal, muchachos sin estudios, empleo, ni esperanzas, se lanzarán, con desesperación, a los brazos del hampa y morirán. Las madres, los niños, los bebés, los ancianos en extrema pobreza que quizá hubieran podido resistir con la limosna de los programas sociales, también morirán. Pueblos enteros de Ayacucho, de Iquitos o de Tumbes que se quedaron con las obras de alcantarillado inconclusas, morirán de malaria, de cólera o de dengue hemorrágico, ahogados en aguas servidas. La corrupción es la peor de las pestes. Es la peor modalidad del robo agravado: es un robo seguido de muerte.

Fue el actor argentino Ricardo Darín quien dijo que no había –en nuestros países– nada más ofensivo que la opulencia, que la ostentación era una completa vulgaridad. Y yo ya estoy tan podrido –como ustedes– de ver a los congresistas de los sucesivos gobiernos llegar –con gran pompa– a los estudios de televisión, a bordo de lujosísimos Mercedes que no se podrían comprar con un sueldo de congresista. Estoy harto de congresistas que se reeligen y se vuelven a reelegir para seguir acumulando cada vez más propiedades, más restaurantes, más colegios, más hoteles, más negocios y para seguir colgando en su Facebook más fotos de más cuchipandas, más viajes a Europa, más veleros en alta mar y más casas de playa con soñaditas piscinas de borde infinito. ¿No estamos ya enfermos de ministros que dictan leyes para favorecer a la empresita familiar de la querida o que, borrachos de amor, la nombran su asesora principal? ¿No hemos tenido suficiente de asesores, funcionarios, consejeros, brókers, facilitadores, anfitriones, gestores, lobbistas, arregladores que ofrecen, al mejor postor, un almuercito con el que la lleva, una aceitada en el trámite, una licencia express o un narcoindulto?… ¿no son esos los verdaderos reyes del mambo de la corrupcioncita al menudeo? ¿No nos tienen, acaso, absolutamente hinchados los políticos, en general, con su frivolidad y sus grotescos alardes de riqueza? Claro que sí. Pero salvando extrañas excepciones, a los políticos todo esto les importa un carajo partido por la mitad. ¿Y por qué? Porque, muy probablemente, eso que llamamos "la clase política" es la abreviatura de una definición bastante más larga: "la clase de gente que nunca debería entrar en política". Trepadores que candidatean por las peores razones imaginables. Gente codiciosa y sin escrúpulos, tiburones angurrientos, sin una pizca de vocación de servicio, ni de entrega, ni solidaridad, ni la menor capacidad de ponerse en los zapatos del otro. En suma, sin un miligramo de amor por el país. Arribistas que han entrado a la política para forrarse de billete a como dé lugar y eso es lo único que les importa. Esa es la meta y son capaces de hacer lo que sea por alcanzarla. No sorprende entonces que nada les duela. No les duele la indignidad de la miseria en que viven esos otros miles a los que solo abrazarán para la foto de campaña. No. ¿Cómo podríamos entonces hacer para que sí les duela? He aquí una simple idea: quitémosles los privilegios penitenciarios. ¿Por qué los presidentes –cuando delinquen– deberían seguir yendo a cumplir su condena a cárceles distintas a las ordinarias, a centros de detención especialmente diseñados para ellos donde puedan recibir ilimitadas visitas todos los días, cultivar rosas y hortalizas y escuchar a Vivaldi en paz, evitándose el fastidio de mezclarse con los reos ordinarios? ¿Son ellos seres superiores a los delincuentes comunes? Al contrario, por todo lo arriba expuesto, son bastante peores. Mandemos entonces a los políticos corruptos a las prisiones comunes. Que duerman hacinados en una sola celda respirando bacilo de Koch, humo de pasta básica y los pedos de diez criminales. Que el ruido de los gritos y los cánticos y los silbatos y los ochenta radios encendidos al unísono los enloquezcan. Que cuando se pongan malcriados, los manden un mes al hueco, sin ver la luz del sol. Que deglutan su rica paila de arroz mazacote con pota y gorgojo. Que, por una vez en la vida, sean tratados como iguales y se respeten sus derechos humanos tanto como se respetan los de todos los demás presos del Perú. Esa sí que sería una hermosa lección de humildad.