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La masacre que enlutó el Estadio Nacional
La tarde del 24 de mayo de 1964, más de 300 hinchas perdieron la vida en el Estadio Nacional, en un evento trágico e irracional. El periodista Efraín Rúa presenta la segunda edición de El gol de la muerte, retomando una investigación aún con muchas interrogantes.
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Por Efraín Rúa
El juez estaba convencido de que la orden final para que se arrojen las bombas lacrimógenas a las tribunas la dio el ministro Languasco, que ese día se encontraba de incógnito en el estadio y luego escapó furtivamente con el jefe de la Policía en medio de las balas disparadas por sus custodios para abrirles paso ante la furia de los espectadores. Castañeda sospecha que la presencia de Languasco en el lugar obedecía a su deseo de supervisar el accionar del comandante Azambuja y de los capitanes Jorge Monge y Francisco Pacora, encargados de la seguridad del recinto.
Piensa, además, que detrás de los hilos de la tragedia se escondía un plan represivo montado por el ministro, que ya había dado repetidas muestras de su accionar. Los datos parecían darle la razón: la compra de bombas lacrimógenas de triple poder, el inesperado ataque a las tribunas populares, las puertas cerradas y la brutal represión que siguió en las calles.
Todo un plan montado para ejemplarizar a los que promovían las protestas de esos días de mayo y que provocaban el temor de los grupos de poder, pues representaban un peligro para el orden de cosas existente.
“Todo parece encadenarse como eslabones exprofesamente forjados y obedeciendo a un plan previamente trazado por mentalidades deseosas en lograr un epílogo trágico”, escribe en el informe que presenta al cumplirse un año de la tragedia.
El juez concluye que se debe investigar “una siniestra conjura” contra el pueblo, pues existían fundadas sospechas de sustracciones de cuerpos atravesados por balas y revela que encontró muros infranqueables al intentar develar la verdad de lo ocurrido: “Pregunté en todas partes sobre los cadáveres, pero nunca pude encontrar nada. Algunos me decían, sin confirmación oficial, que habían sido enterrados en el Callao”.
También deja en claro que la represión se cebó en las tribunas populares, pese a que en las demás también se produjeron desórdenes. El informe del juez no coincide con el pedido del agente fiscal para abrir instrucción contra los presuntos responsables, debido a la falta de pruebas. Por esa razón, decide elevar un informe a la Corte Suprema en el que solicita que se abra una investigación judicial sobre la tragedia.
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¿Qué llevó a Castañeda a realizar esta petición? La falta de colaboración de las autoridades policiales para explicar su accionar. Sin ella, argumentaba, no podía descartar o confirmar sus sospechas. Por ejemplo: las sucesivas acciones que la tarde del 24 de mayo exacerbaron al público con el fin de justificar el empleo de armas de fuego y alegar, luego, la culpabilidad de elementos extremistas; la insuficiencia de policías que estimuló el accionar de los revoltosos; y la ausencia de custodios en las puertas de salida, precisamente “el día que se experimentaba el lanzamiento de bombas lacrimógenas en las tribunas”.
Aducía, además, que Víctor Vásquez era un activista de la Unión Nacional Odriísta y era capaz de actuar por “consigna predeterminada”; afirmaba que la Policía lo dejó ingresar a la cancha para luego atacarlo violentamente generando la indignación del público: “más de 13 miembros de la Guardia Civil se encargaron de derribarlo y apabullarlo despiadadamente a varazos, puñadas y puntapiés”.
Un accionar que se repitió con el segundo sujeto que ingresó. Y que, después de eso, pese a la dimensión del estropicio, ambos fueran liberados.
Al juez le extraña también que la Policía permitiera que el árbitro abandonara el campo de juego dejando a los jugadores en la cancha, evitando que se reanudase el partido y que el público, impaciente, alentase los disturbios.
Califica de falsa la versión de una invasión masiva al campo de juego, pues “solamente un puñado de mataperros que no sumarían más de dos docenas fueron los únicos que se filtraron en la pista de atletismo, mientras el resto del público permanecía quieto en sus localidades”. Y que, a diferencia de otras oportunidades, no se abrieran los grifos de agua para dispersar a los intrusos.
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Argumenta que las bombas no fueron arrojadas sobre la pista de atletismo, el único lugar invadido por los hinchas, sino a la zona baja de Oriente, donde no se había producido ninguna invasión; y cuestiona que se arrojaran bombas, directamente, a las bocatomas de salida de la tribuna Norte.
Castañeda pone en cuestión la disculpa de la Policía, que alegó que no estaba en condiciones de vislumbrar los resultados de las bombas lacrimógenas, señalando que las primeras víctimas se produjeron en la entrada de los túneles y que eso fue visible para los efectivos que continuaron con su accionar represivo.
Por todo ello, el juez descarga las responsabilidades en los oficiales Azambuja, Pacora y Monge. Y a Languasco lo acusa de eludir sus responsabilidades, pues, en vez de asumir el control de las acciones, impartir órdenes e impedir la acción represiva de la Policía, optó por retirarse sin importarle las vidas humanas que estaban en juego.
Pese a la contundencia de los argumentos del juez, muchos califican las imputaciones como un exceso, como una calumnia contra la Policía y el ministro. Castañeda responde a las críticas indicando que se limita a hacer incriminaciones que deben ser investigadas y que su decisión no implica una acusación judicial.
Al final, todas las investigaciones oficiales concluyen que no existen responsables directos. La única decisión trascendente es la eliminación de la famosa “perrera” y la reducción de la capacidad del coloso de José Díaz: de 53 mil a 43 mil espectadores. Si la primera cifra era la capacidad inicial, nadie podía explicarse por qué la asistencia oficial del 24 de mayo registraba apenas 47,197 espectadores.
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