‘‘Renunciar y dejar vivo a ese equipo que agoniza poco a poco bajo su mando será su mayor victoria, y que otro técnico se encargue de sanarlo’’.
‘‘Renunciar y dejar vivo a ese equipo que agoniza poco a poco bajo su mando será su mayor victoria, y que otro técnico se encargue de sanarlo’’.

Reynoso está pegado con baba. Su cabeza, su sistema, su equipo. El proceso, la clasificación y el mundial, también. Todo está hoy pegado con baba. Y también su ciclo. Y sus palabras fueron baba también. “Perú está en condiciones de pelear las eliminatorias cerca de los dos o tres primeros lugares; ese es el plan”, aseguró en marzo, como político repartiendo promesas de campaña. Sebo de culebra. Y le creímos. “Ese es el plan”, dijo. Pero su plan no ha funcionado.

El partido ya está perdido para Reynoso. Su ciclo se cumplió. Y de él, de su decisión de dar un paso al costado —más allá de un triunfo este martes—, dependerá que el partido no esté aún perdido para la selección. Renunciar y dejar vivo a ese equipo que agoniza poco a poco bajo su mando será su mayor victoria. Y que otro técnico se encargue de sanarlo, de darle de alta, y de que se eche a caminar otra vez. La selección necesita curarse futbolística y emocionalmente. Un tratamiento que le devuelva la autoestima y que lo reconcilie con los hinchas, hoy heridos, molestos, desilusionados, y que empezaron a tomar saludable distancia con aquel amor que ahora le hace daño.

Hoy la presencia de Reynoso no le hace bien a la selección. El ‘Cabezón’ desune, divide. El técnico tomó la eliminatoria como una clase de Química y sus experimentos no resultaron, le explotaron en la cara. Nos explotaron a todos. Así como el Coyote tras el Correcaminos, nada de lo que intentó ha terminado bien.

Reynoso debía construir un equipo, pero ha cambiado los ladrillos cada partido. Se tumbó la base: no hay estructura, no hay titulares, no hay funcionamiento, no hay goles, no hay triunfo, no hay esperanza. Tampoco hay autocrítica. Volver a ser últimos en la tabla, sin un gol en cinco partidos, es una consecuencia de que las cosas le han salido mal. De que algo está haciendo mal. Su plan no ha funcionado, pero los jugadores tampoco. Ellos también son responsables de este esperpento, de este desastre. Somos, por ahora, una selección envejecida, lerda, adormecida, triste, indefensa. Y ya es hora de que pongan el pecho y que intenten darle la vuelta a la situación. Al final, ellos, o la mayoría de ellos, sobrevivirán a Reynoso -si este renuncia- y deberán pelear la clasificación, si aún es posible.

Sí, porque aún no estamos eliminados. Tampoco estamos lejos de ese séptimo lugar que nos conduce al repechaje, esa piedra en donde aferramos nuestras ilusiones en los dos últimos procesos. Este martes habrá que darle cara a la Venezuela más complicada de su historia. Hay que ganar como sea para seguir vivos. Ya no importa cómo ni con quiénes. El triunfo es la única opción.

Y luego, ya estrenado de ganador en la eliminatoria, que Reynoso nos regale la victoria más importante y celebrada de su proceso: su renuncia. Su paso al costado valdrá todos esos goles que su equipo no ha podido convertir. Su salida al final puede valer, incluso, una clasificación. Porque el “fuera, Reynoso”, y no el “Perú Campeón”, es hoy el grito que repite la afición.

Ojalá que la selección esté por encima de su orgullo. Y gracias por los servicios prestados. Que la selección no es un laboratorio. Que siga siendo el gran técnico, el gran profesional que es. Que su carrera se siga llenando de títulos. Que el fútbol es así. Que de fracasos también están hechas las victorias. Y que hay que saber cuándo irse. Porque en este país se puede aguantar cinco años a un mal presidente, pero no cinco fechas al técnico de la selección. Que cualquier recesión se puede soportar, menos ver perder a tu selección y, peor, que quede fuera del mundial.

A tiempo está. O quizá, no. Tal vez ganar este martes nos haga olvidar todo. Así somos, también.