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Nobel Faulkner en Lima: “Soy un campesino que escribe novelas”

William Faulkner fue el premio Nobel de Literatura de 1949, pero se lo entregaron recién en 1950. Novelista, cuentista, recreador de nuevas técnicas narrativas, el viejo sureño era una especie de memoria andante de sus propias fijaciones, que cubría con un barniz estético impenetrable y desgarrador. Ese mismo hombre duro, callado y sensible, todo a la vez, fue el que llegó a una pálida Lima, el 7 de agosto de 1954.

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William Faulkner fue el premio Nobel de Literatura de 1949, pero se lo entregaron recién en 1950. Novelista, cuentista, recreador de nuevas técnicas narrativas, el viejo sureño era una especie de memoria andante de sus propias fijaciones, que cubría con un barniz estético impenetrable y desgarrador. Ese mismo hombre duro, callado y sensible, todo a la vez, fue el que llegó a una pálida Lima, el 7 de agosto de 1954.
No conocía esta parte sur del continente. Acababa de publicar una novela titulada “Una fábula” (1954), de la que se sentía orgulloso. Venía precedido no solo por el glamour del premio Nobel sino por tremendos libros como “Mientras agonizo” (1930). Faulkner llegó a nuestra capital como el escritor en lengua inglesa más importante de ese momento. Solo eso bastaría para sentirse satisfecho con uno mismo. Pero el autor de “El sonido y la furia” (1929) estaba lejos de sentirse el mejor escritor; lidiar con él mismo era su mayor reto.
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Reinventor del punto de vista, el escritor norteamericano dio sus primeros aportes desde las vanguardias de la década de 1920 y dio sus excelentes frutos en los años siguientes de los años 30 y 40. Dislocación del tiempo, alternancia de voces narrativas y barroquismo expresivo eran algunos de sus procedimientos para hacer su literatura, pero lograr hacerla era una lucha constante. “Santuario” (1931), “Luz de agosto” (1932), “¡Absalón, Absalón!” (1936), “Las palmeras salvajes” (1939) fueron la prueba de ese hazaña del arte narratuvo que conformó su saga de Yoknapatawpha, el condado al sur en Misisipi. Con ese peso literario, Faulkner asomó la cabeza por Lima.
LIMA LO RECIBIÓ CON OBRAS PÚBLICAS
Poco antes de las 7 de la mañana del 7 de agosto de 1954, Faulkner de 57 años pisó Lima. En Limatambo lo recibieron funcionarios de la Embajada de Estado Unidos y, por cierto, los escritores jóvenes y viejos, pero sobre jóvenes, que lo consideraban un maestro literario.
Aun en pleno “Ochenio” (1948-1956) del gobierno de Manuel A. Odría, la ciudad de Lima vivía un cambio al menos de su infraestructura, con nuevos edificios públicos, como hospitales y ministerios, nuevas avenidas y baipases. Faulkner se hospedó en el Gran Hotel Bolívar, frente a la plaza San Martín, en el Centro de Lima. Lo llevaron a visitar museos como el de Arqueología y Antropología, en Pueblo Libre, y el de la Cultura Peruana, en la avenida Alfonso Ugarte, cerca de la plaza Dos de Mayo.
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El nobel de Literatura andaba por las calles limeñas con su infaltable pipa y un pañuelo guinda que sacaba y guardaba extrañamente de una manga. En esas 24 horas que estuvo entre nosotros –tenía que volar a un congreso de escritores en Sao Paulo, Brasil, al día siguiente– hasta se dio tiempo para darse una vuelta por el taller del pintor indigenista José Sabogal (1888-1956), que vivía sus últimos años de vida.
DIÁLOGO CON LA PRENSA PERUANA
Por la tarde de ese mismo día se encontró con los representantes de la prensa nacional y de las agencias de noticias. Fue en el Bolívar y el nobel Faulkner fue lo más amable que pudo ser. No dejó ni un segundo su pipa y el mágico pañuelo, y así contestó lo que pensó y calló lo que era necesario callar. Para los reporteros era un hombre de baja estatura, contextura delgada, cabellos grises y bigotes oscuros. Faulkner confesó que le hubiera gustado quedarse más tiempo y conocer más el Perú, pero sus compromisos literarios eran una cadena irrompible. Su apuro en todo se debía a que en Estados Unidos lo esperaba una de sus hijas que se casaba.
Alguien le preguntó si gustaba más de escribir cuentos que novelas. Respondió: “Yo soy un campesino que escribe novelas. Cuido de mi granja y sé muchos oficios: pintar casas, manejar un avión y otras cosas. Me podría ganar la vida de ese modo”. ¿De qué escribe?, interrogó enseguida un joven reportero: “De todo lo que venga del corazón y no del cerebro. Hay verdades universales que están cayendo en el olvido: la humildad, el orgullo, el valor, la esperanza, el amor, en los cuales, sí creemos, de veras, consiste la vida”.
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Faulkner admitió que escribía desde sus experiencias, la de su familia de ricos agricultores que lo perdieron casi todo luego de la Guerra de Secesión (1861-1865); y desde las historias y los testimonios de los esclavos negros que llegó a conocer. De pronto, encendió su pipa y no salió de un profundo silencio. Minutos después todos pasaron al hall del Bolívar para un coctel.
Así, Lima sintió solo una brisa de esa tormenta humana que era Faulkner en esos años. En su discurso del nobel había dicho: “Creo que el hombre no solo debe perdurar, sino prevalecer. Es inmortal, no porque entre todas las criaturas tiene una voz inextinguible, sino porque tiene alma, un espíritu capaz del sacrificio y la compasión, así como la perseverancia. El deber del poeta y del escritor es precisamente escribir sobre esas cosas”.
Al año siguiente, en 1955, obtuvo el Premio Pulitzer por “Una fábula” y ocho años después, para ser precisos el 6 de julio de 1962, fallecería a los 65 años, bajo el incandescente sol de Misisipi.
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