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Vigésimo noveno capítulo de A un lugar que ya no existe, la novela de Julio Durán
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Pero lo verdaderamente brutal de su situación era el contraste de su altiva confianza, esa forma a veces evidente de esconder su debilidad. No sé si todos lo percibían, quizás Perico lo tomaba como algo natural y no le prestaba atención. Para mí era ese uno de los rasgos más crueles de nuestro entorno: eran los más débiles, los menos privilegiados, los que debían mostrarse más feroces. Martín gozaba en medio de su miseria de un mínimo de poder que le permitía acceder a una dimensión en la que se conjugaban diversas fuerzas primigenias.
—Loco, yo no lo justifico —decía un amigo de Perico, un tipo al que había conocido en la barra y que venía a nuestro barrio a comprar cloro y hierba—, pero tanto roce, causa. ¿Qué esperabas? El hombre no es de piedra…
En su pequeña habitación compartida con la transpiración de los seres a los que proveía refugio y alimento, Martín era un pequeño dios, y ahora pienso que su risa, sus bromas, su mirada e incluso su silencio, podían despertar en quienes vivían con él un terror visceral inexplicable, la sensación de ser prisioneros en una jaula dentro de otra jaula.
La denuncia la hizo la madre de Jairo, un chico que afanaba a Stefani, un malandro de quince años que ya andaba con la mirada atenta al descuido de los transeúntes y que había tasado a la chibola. Es verdad que la niña hablaba con el tono autoritario y el descaro de quien conoce algo ajeno a su edad, la voz de quien se conduce a través del lenguaje escondido y silencioso del cuerpo, una niña que no se comportaba como las de su edad. Fueron muchos los chicos, incluso algunos de veinte años, que se le habían lanzado.
—El chibolo sintió que la chiquilla iba muy rápido, que ya sabía cómo era la huevada. Eso dicen que el chibolo le dijo. Oe, tú ya has tenido machete siendo tan chibola. Y la flaquita se reía.
Cuando Jairo le pidió que fuera su novia, la niña le dijo que tenía que pensarlo. El chico, ansioso de mostrar su hombría como todos los adolescentes de un barrio movido, se resignó a esperar. La niña se marchó aquella tarde sin voltear la cabeza para mirar a su pretendiente darle play a la pista de hip-hop que empezó a tocar en su parlante Bluetooth. Él sabía que le gustaba, lo sabía por la mirada de la niña, por su risita cuando él hacía bromas cojudas. Se alejó de la esquina del barrio haciendo rimas, con el parlante a todo volumen, contoneando el cuerpo achorado, como había visto que lo hacían los raperos en algún video de hip-hop gangsta.
—Puta, pero al día siguiente se aparece el huevón del Martín a hacerle el pare al chiquillo. Alucina.
—Dicen que el huevón le dijo las cosas de frente. Oe, no te metas con mi flaca.
—No, huevón. No se regaló tan feo. Al comienzo, dicen que Martín le dijo que él era responsable de ella porque vivía en su casa.
—Fuera, mierda. El huevón se fue de avance.
De ninguna manera se había imaginado Jairo que al día siguiente, en el lugar donde se habían citado, no se aparecería Stefani, sino Martín. Con tono agresivo, el guardián de nuestra calle le increpaba al chibolo que no se metiera con ella, que él no era nadie para hacerle esas propuestas a una niña, que se dedicara a fumar marihuana, como buen vago que era, pero que no jodiera. La voz de Martín era feroz, pero en un esfuerzo por no llamar la atención de los transeúntes, terminaba sonando como un susurro amenazante. Su advertencia no mostraba preocupación ni deseo de proteger a Stefani: Jairo solo sintió miedo y confusión ante un peligro inesperado. La advertencia de Martín expresaba otra cosa, algo que Jairo reconocía en los chicos mayores que se peleaban en fiestas, el ímpetu territorial que marcaba el deseo.
—El chibolo se cagó de miedo.
—No, huevón. Dicen que le hizo la cagada al comienzo, que hasta lo amenazó. Le dijo que su tío era pata del Cacho, y que sus amigos del colegio andaban con fierro.
—Anda, ¿firme?
Jairo se marchó del lugar, con rabia e impotencia. Y aunque en sus rapeos y rimas jugaba a ser el gangster, al llegar a su casa se comportó como lo que era, un niño de quince años que no pudo ocultar su estado de ánimo ante su madre. Fue ella, doña Luz, quien lo vio entrar cabizbajo y con el parlante apagado, lo cual era rarísimo. Por primera vez en mucho tiempo, no tuvo que pedirle a su hijo que bajara el volumen de su aparato al entrar a la casa. El mocoso se fue a su cuarto sin dirigirse primero a la cocina a abrir la refrigeradora, así que la madre supo que algo le pasaba. Cuando llamó a la habitación de Jairo, lo encontró secándose las lágrimas de pequeño macho herido. El muchacho le contó primero acerca de Stefani, luego sobre la advertencia de Martín. Y la vieja, que conocía a la madre de Stefani de vista y saludo en el mercado, comenzó a atar cabos.
—La tía Luz le tiene bronca a la mamá de la Stefani, pues. Tampoco nos vamos a hacer los huevones. Siempre la trataba de babosa en el mercado. ¿Cómo sabes que la tía no se ha inventado todo? Por eso primero fue a hacerle chongo a ella, porque contra el Martín arrugaba.
—Claro, la tía tiene un hijo piraña y viene a alucinarse la Madre Teresa. No jodas, causa.
Astutamente, doña Luz no fue a increpar a Martín, quizás por miedo o cautela, o porque pensaba que en el fondo de todo las culpables son siempre las madres. Fue a hablar con la madre de Stefani. Doña Luz intuyó todavía algo peor al ver que la madre de la chica intentaba restarle importancia al hecho de que su casero, un hombre de más de treinta años con quien su hija no tenía ningún vínculo de sangre, se hubiera entrometido en un asunto tan personal.
—No pasa nada, señora —respondió la madre de Stefani, nerviosa y encendiendo la parrilla en la que prepararía sus anticuchos—. Martín es amigo. Habrá querido ayudar, mi hija es chiquita para tener novio, ¿no?
—Yo creo que Martín también se comía a la vieja, huevón.
—¿Y si también se comía a la tía Luz y todo este chongo es por celos? Las jermas son locas, causa. Nunca te hacen la cagada de frente, siempre te joden por lo bajo.
—Ah, chucha, puede ser…
—Yo no me meto en sus asuntos, señora Luz. Además, con todo respeto, yo prefiero que su hijo no se acerque a mi hija, por favor…
Esa respuesta evasiva e insultante preocupó mucho más a doña Luz. Su siguiente paso fue hablar con otras madres del barrio y del colegio de la niña. Martín, le dijeron ellas, solía pagar las cosas que Stefani pedía en algunas tiendas del barrio. Se tuteaban y a veces hablaban en voz baja cuando los veían juntos. Finalmente, doña Luz y otra señora del barrio, una trabajadora de la municipalidad, esperaron a Stefani en la puerta del colegio. Intentaron vanamente hablar con la mocosa que se mostró agresiva y despectiva con las dos tías metiches que no sabían nada de ella. Las mujeres insistieron, a pesar de las groserías que la niña envalentonada profería, quizás para esconder su miedo y la vergüenza de haber sido descubierta. Tanto insistieron las mujeres, tanto, que atrajeron la atención de algunos profesores del colegio, ante lo cual Stefani ya no pudo evadir más la situación.
—Yo quiero estar con el Jairo. Yo le he dicho a Martín para terminar, pero él no quiere, pues —respondió ella, con toda naturalidad y descaro, como si las mujeres que tenía al frente fueran las chiquillas con las que se iba de fiesta.
—¿Has escuchado cómo habla esa chibola? Habla como vieja. Huevón, te calza. Te mira y te saca al toque.
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