Trigésimo capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín).
Trigésimo capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín).

A las viejas les empezó a faltar el aire. No porque se hubiera comprobado el abuso que ya intuían, sino porque vieron que la situación era más compleja. Martín había empezado a abusar de la niña hacía dos años, desde que Stefani tenía once, poco después de que ella, su madre y su hermana llegaran a vivir en la azotea.

—Desde los once años, la chibola.

—Pero no parece de su edad ahora, ¿no?

—Oe, pero si la vieja está de acuerdo… ¿qué puede pasar? La vieja de la chibola habrá visto que la vaina le convenía, ¿no?

Fueron doña Luz y la profesora de Stefani quienes hicieron la denuncia y llevaron al juez y a los policías hasta la casa de Martín para detenerlo. Esa mañana, Martín salía temprano con su hijo para dejarlo en el colegio, cuando ahí, repentinamente, fue abordado por los agentes. El niño no abrió la boca durante la detención, pero llegó a escuchar que su padre era detenido por abuso de menores. La esposa de Martín intentó defenderlo, pero también estaba paralizada ante la sorpresa. Ella y el niño solo lloraron cuando se llevaron a Martín.

—¿Tú crees que no sabía nada? No jodas, se hacía la cojuda.

—¿Qué chucha iba a hacer? Hace una semana nomás Martín le rompió el labio en la puerta de su casa porque ella le pidió algo, no sé, plata o que llegara temprano.

Según don Marcial, mientras se lo llevaban, Martín gritaba que él no había abusado de nadie. Que a ella le gustaba, que siempre fue con su permiso. Yo no le obligaba, oficial. ¡Ella quería y su mamá sabía todo! Martín gritaba, aunque ya no se le sentía agresivo ni arrogante, como si suplicara, como si de verdad creyera que era inocente. Su esposa abrazaba a su hijo con la misma expresión de impotencia que todos en el barrio considerábamos su expresión natural. Sería ella quien tendría que llevar al niño al colegio y quizás no podría abrir su puesto de venta por acompañar a Martín a la comisaría y más tarde a la fiscalía.

El niño preguntó si su papá volvería pronto y si Carina y Stefani seguirían viviendo en la casa. Las dos niñas y su madre se marcharon a los pocos días. Meses después nos enteramos de que la esposa de Martín estaba embarazada y que sus visitas a la cárcel habrían sido siempre puntuales.


Durante la clase siguiente, Dani se limitó a seguir mis instrucciones cuando le pasaba la guitarra, habló muy poco, pero sus escasas palabras me sorprendieron: dijo que yo le parecía un adulto extraño, que no aparentaba mi edad y que cuando hablaba conmigo, él sentía que podía entenderle.

No se refería a que yo me portaba como los muchachos de su edad o un poco mayores que él, muchachos con los que, según me contó, hablaba de temas serios, asuntos prohibidos, descubrimientos del mundo violento y adulto. Era evidente que, a pesar de tener casi la misma edad que sus padres, yo había llevado una vida distinta a la de ellos. Su padre y su tío mayor lo llevaban al estadio con frecuencia, le compraban ropa de moda y videojuegos, su madre lo llevaba a comer en KFC y Burger King cuando él lo pedía. Mientras me contaba los hábitos de su familia, noté que mi respiración se calmaba, que mis pensamientos cesaban al menos por un instante, como si por fin mi consciencia saliera a la superficie y conectara con otro individuo, rompiendo la fijación extrema en que estaba encerrada.

—Pero sé que hay algo raro —dijo de repente, bajando un poco la voz—. No creas que no me doy cuenta.

Ante esa repentina frase, ese tono de voz inesperado, me sobresalté un poco. Guardé la guitarra en el estuche y le dije que tenía que irse ya porque tenía cosas que hacer.

Al salir, mientras avanzábamos por la calle, vimos al anciano fugitivo dirigiéndose a la tienda, escapando como otras veces. Esta vez llevaba un bastón y su paso era más ágil. Vestía un abrigo azul oscuro y una bufanda negra que le cubría la boca; caminaba con la misma lentitud pero se le veía entusiasta y fortalecido.

Escuché una voz que me llamaba desde el fondo del pasaje. Volteé y vi a Perico acercándose. Me detuve a saludarlo y noté su desconcierto al verme con Dani. No iba a darle explicaciones, pero con un gesto le di a entender que ciertamente era una situación extraña.

—¿Sabes lo del señor Sandoval? —preguntó con cautela, la presencia de Dani lo obligaba a contenerse.

El señor Sandoval no vivía en nuestra calle, sino en la paralela, pero como pasaba más tiempo con sus amigos de nuestra calle, esa distancia era irrelevante. Su calle estaba conformada por bloques de casas y quintas, los callejones donde pasamos nuestra niñez, los pequeños jardines de cercos de granada que nos resultaban inmensos en la infancia cuando los atravesábamos. De ellos solo quedaban ahora algunos pocos, pues al convertir sus casas en tiendas, pequeños restaurantes o locales de alquiler de computadoras y videojuegos, los propietarios optaron por eliminar los jardines municipales e incrementar el área para colocar sus anuncios o unas cuantas mesas para sus clientes, pasando por alto las disposiciones municipales que regulan los espacios públicos.

En esa calle, contó Perico, los choros que venían de otros barrios a emborracharse con los soldados del Cacho persiguieron al hijo del señor Sandoval durante la madrugada de aquel día.

Lo vieron llegar desde el paradero de la avenida. Al parecer, era una mancha que ya lo conocía, de los cuales Víctor, el hijo del señor Sandoval, ya había escapado anteriormente cuando regresaba de su trabajo, siempre a las dos o tres de la madrugada. El número de choros y fumones en esa esquina había ido en aumento. Robaban casas en otros barrios, algunos usaban motos para arranchar carteras al paso y exhibían abiertamente sus armas de fuego, sobre todo los que trabajaron anteriormente como agentes de seguridad en discotecas y night clubs de La Victoria o San Miguel.

Víctor pensó que esta vez, como otras veces, simplemente harían bromas pesadas y le insultarían. Total, era su propio barrio y él nunca se había metido con ellos, nunca había respondido a sus provocaciones. Era la madrugada del viernes, las lejanas risas se iban acercando a medida que él se acercaba a su casa. Los pandilleros habían roto dos botellas de ron lanzándolas hacia la esquina, frente al «mercado nuevo», fachada de la antigua fábrica. Parecía que discutían, parecía que se divertían. Apenas el joven bajó de la combi destartalada, que lo traía desde su trabajo en la avenida Alfonso Ugarte, los divisó a distancia y sintió la aprehensión habitual que lo envolvía cada vez que se cruzaba con ellos. Sintió además el químico olor a llanta quemada, la ligera nube de pasta básica que cubría la vereda. Apuró el paso y a pesar de que los tipos se encontraban en su camino, nunca pensó evitarlos cruzando a la otra vereda. Estaba cansado, al día siguiente iría con su viejo a buscar madera para un trabajo que planificaron hacer en el segundo piso de su casa; pensaban construir una pequeña habitación para alquilarla a los trabajadores de los mercados cercanos.

Trigésimo capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín).
Trigésimo capítulo de A un lugar que ya no existe, de Julio Durán (Ilustración de Mechaín).

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