Sueños, por Karina Pacheco Medrano

“Yo sigo deambulando, sin poder desprenderme de nuestra casa, soñando que todavía la habito, tratando al menos de avisarte dónde están mis restos”, escribe la autora cusqueña de 'Las orillas del aire'.
Imágenes de la obra del artista ayacuchano Edilberto Jiménez.

Hoy te he visto de espaldas, en un balde estabas lavando mi blusa blanca. Quise pronunciar tu nombre, pero en mi garganta se atascaba. Me acerqué despacio, escuchando el rumor de mis pisadas. Con un dedo he rozado tu nuca. No has volteado. De nuevo te has puesto a enjabonar la tela; frotabas y frotabas y las manchas no se aclaraban; frotabas y frotabas y el orificio por donde entró la bala volvía a arder en mi pecho.

Sé que tú también me sueñas y me ves de espaldas mientras avanzo como una ciega tratando de reconocer las paredes de nuestra casa. Aunque no veas mi cara, nunca dudas de que sea yo y quieres que vaya a esconderme en el establo de los vecinos. Intentas pronunciar escóndete. Intentas gritar corre. A veces solo intentas decirme sálvate. Cada vez que volteo, tú ya estás abriendo los ojos. Te levantas de la cama y descalza caminas por el cuarto preguntándote por qué tuve que regresar tan de noche; por qué no hubo tiempo para que me avisaras que nuestros vecinos te habían dicho que en su establo me podía refugiar. Te haces tantas preguntas. Atrás vuelves, del pasado no consigues salir. Podríamos haber vendido la casa y a la ciudad nos hubiéramos marchado. Podríamos haber vendido la vaca y hubiéramos tenido plata que ofrecer a los hombres que vinieron a buscarme. Podríamos haber hecho cualquier cosa en lugar de quedarnos como si nada, creyendo que ni a ti ni a mí nos podría pasar nada.

Te dije que volvería tarde. Me tomaste por el brazo, quisiste detenerme. Habías estado abonando el maizal y en mi blusa se estampó tu huella de tierra, también un pelo de choclo. Mis cuadernos cayeron al suelo; me soltaste, te miraste las manos. Tú siempre trabajando la tierra, yo más bien hundida en mis estudios. Cámbiate de blusa y luego te la lavo, me ofreciste. No hay tiempo, respondí, y el no tiempo se quedó envolviéndonos, como un pelo de choclo infinito que no alcanzamos a ver.

Algunos ya han enterrado a sus muertos, o lo que quedó de ellos. Con lágrimas y cantos han despedido sus huesos envueltos en sus ropas de fiesta. Tú los acompañas, también quisieras cantar; pero tus labios se quedan temblando. Yo sigo deambulando, sin poder desprenderme de nuestra casa, soñando que todavía la habito, tratando al menos de avisarte dónde están mis restos. Quieres despertar y me quieres llevar hasta la silla donde mantienes tendida mi ropa de fiesta. Una vez al mes la lavas, para que esté limpia el día que me encuentres. Yo quisiera que por última vez laves esa ropa y la guardes para siempre en una cajita. Y quisiera que entierres esa cajita en nuestro huerto, bajo el molle. Son deseos, nada más. Sabemos que nunca podrás enterrar esa ropa sin mí. Si tan solo encontrase un huesito, murmuras.

De espaldas, seguimos lavando nuestros recuerdos de espaldas. Solo una noche nos hemos visto lejos de la casa y nos hemos mirado a los ojos; fue cuando andabas buscándome por el barranco de Azulay. Fuerte era el sol. Quisiste pronunciar mi nombre; yo no pude señalar el lugar donde rodó mi cuerpo, todavía cubierto por mi blusa blanca. El tiempo otra vez se detuvo y mi grito quedó atrapado en el casquillo de una bala. Nos tuvimos que tapar los ojos, como si la metralla de nuevo corriera entre los cerros y apagara el sol, desdibujando el camino, borrando otra vez mis huellas heridas por el alambre. Todavía brilla la bala que me atravesó en el cactus reseco que se eleva al fondo del barranco. Tú me sigues soñando.

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