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Sexto y último capítulo de Una pelota en el camposanto, la novela de Juan Manuel Chávez
Sexto y último capítulo de Una pelota en el camposanto, la novela de Juan Manuel Chávez
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Mi madre lamentó no haberme acompañado a Micunapampa para recuperar el cuerpo de mi viejo; ella sentía que le debía ese acto de amor y de coraje. Luego de que lo enterramos al costado del árbol que regía nuestra chacra, me dijo que nunca pisaría ese pueblo donde aprendimos a progresar: “No estuve ahí, en el último momento en que todavía hacía falta”. La abracé comprendiendo su remordimiento, sin vislumbrar que siete años más tarde yo la llevaría a quebrantar su decisión. Porque siete años más tarde, cuando ya no era el jovencísimo árbitro que se llenó de dudas en su encuentro más importante, sino un profesional que solicitó la vacante de Educación Física en el mismo colegio donde hizo la Secundaria, nos acostumbramos a vivir ahí. Estrechando el terror del pasado, que todavía rasguñaba recuerdos, y escocidas las costras de esas heridas por la impunidad del crimen, yo me había comunicado por teléfono e infinidad de cartas para convencer a muchísima gente de que había llegado el tiempo de honrar a nuestros muertos utilizando el camposanto, el campo de nuevo.
No es que propusiera terminar la final que se me fue de las manos, pero empujé voluntades para convencer a dirigentes y autoridades de que la mejor manera de intentar una reconciliación con lo padecido era regresar a nuestro máximo entretenimiento, ese que era festivo y hasta caótico: el fútbol. Yo no iba a ser el árbitro, pero haría todo lo que estuviera en mis manos para que gozáramos de un domingo sobre nuestro tapiz, seco y abandonado.
Fueron meses vertiginosos en que dediqué las mañanas al trabajo del colegio e invertí mis tardes en las coordinaciones para un encuentro regional. Mis esfuerzos estuvieron puestos en impulsar una nueva selección de Micunapampa, siempre bajo el liderazgo del curtido director técnico del pueblo. El entusiasmo prendió rápido, y no solo entre las generaciones más jóvenes. Se retomaron los entrenamientos y mandamos a confeccionar uniformes nuevos.
El primer sábado de mayo, un pequeño grupo de apasionados nos levantamos muy temprano para transformar el campo de fútbol: comenzamos a limpiar con el objetivo de sembrarlo otra vez. Al mediodía, éramos un montón de personas labrando hombro con hombro por recuperar nuestro tapiz verde. Un rato después, mi madre llegó con viandas, y con ella asomaron otras señoras con papas y habas para merendar. Algunos muchachos trajeron chicha, y bebimos; cuando nos dio la tarde, brindamos. Parecía que todo el pueblo estaba reunido. Nos fuimos abrazando, entre amigos y conocidos, como si hubiéramos terminado el trabajo, entregados a la experiencia de una sencilla meta en común. Estrechados unos con otros, comenzamos a lagrimear. Del sollozo pasamos al llanto, sin ninguna vergüenza.
Cuando paramos de llorar, me sentí renovado y hasta limpio. Nos deslizamos a nuestras casas en silencio, como el hijo pródigo que regresa luego de sobrevivir a sí mismo. Esa noche, después de mucho tiempo, ninguna pesadilla espantó mis sueños.
A partir del día siguiente, una comisión se encargó de ubicar el rival para nuestro partido de reinauguración. Y consiguieron lo mejor que podíamos haber deseado: Micunapampa se enfrentaría a una selección de los pueblos vecinos, un equipo conformado por futbolistas de cinco lugares diferentes; nosotros frente al resto de la región.
Resolvimos que el encuentro se jugaría entre el Día de la Madre y el Día del Padre, el segundo domingo de junio. Mi mamá sugirió que podíamos convertir la fecha en un día de conmemoración anual. A nadie se le ocurrió un nombre para que adoptara el valor de una efeméride, pero sí sabíamos qué hacer: puliríamos el pueblo, decoraríamos las graderías y organizaríamos el almuerzo comunal de Micunapampa para celebrar el partido, al margen del resultado. Aunque terminásemos goleados, todo el encuentro ya era una victoria.
Yo quería estar de gala. Dejé colgado mi buzo de microfibras de polipropileno y saqué de su funda mi único traje de tres cuerpos: pantalón, saco y chaleco. Antes de que me ajustara la corbata que usé en la noche ambiciosa de mi graduación profesional, mi mamá corrió a decirme que tenía visita. Faltaban dos horas para el encuentro y los miembros de la comisión de reinauguración estaban en nuestra sala con un paquete envuelto en papel de colores. El entrenador de Micunapampa me invitó a sentarme en mi propia casa y dijo, con la ternura del hombre mayor que mira en su interlocutor al muchacho que apoyó en el pasado: “La fiesta no estaría completa sin el réferi Chuquipoma”. Dentro del paquete estaba el uniforme de árbitro que me habían comprado. De su bolsillo, mi madre sacó un silbato: “También puedes ser policía”, me dijo. No cabía discusión, yo también regresaba a la cancha.
Como si fuera el escolar que mimó en la primaria o el adolescente que la visitaba durante la secundaria, mi mamá me ayudó a vestirme. “Tu papá estaría igual de orgulloso”. “Lo sé… Y también Yuriana, ¿no?”. “Todos, hijito”.
Entré al campo de fútbol con la pelota bajo el brazo y, antes de que invitara a los equipos a tomar posiciones, comenzaron los aplausos. Desde las graderías, la gente aplaudía; desde el otro lado de la línea de yeso que marcaba el rectángulo de nuestro tapiz, verde y bien cuidado, la gente aplaudía. Yo rompí en palmas también, porque luego de tantísima vida y muerte… Sin dejar atrás los desamparos de la muerte, pero intentando reanudar las rutinas humildes de la vida, estábamos juntos.
Con una ilusión así, pité el comienzo del partido.
[FIN]
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