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Primer capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán

Primer capítulo de ‘A un lugar que ya no existe’, la novela de Julio Durán.

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Cuando decidiste marcharte llevándome en tus brazos, el mundo se volvió este relato. Una voz que no ha cesado. Te veo en ese instante, tomando el avión a Lima, llevándome contigo. Intento imaginar lo que sentías y el relato crece, expande su poder. Dejabas a tus hermanos menores para empezar una nueva vida con el padre de tu hijo en la capital. Ahora sé que, en realidad, estabas huyendo.

El mismo día en que mi madre descubrió la verdad y decidió marcharse de casa llevándose apenas unas cuantas prendas en una pequeña maleta de cuero negro, la fábrica de medicamentos ubicada a una cuadra de nuestra calle comenzó a ser demolida.
Contemplé desde la esquina las cuadrillas de obreros armados con combas y picos, la maquinaria de demolición y los camiones de carga, la polvareda cual una niebla que amenazaba con tragarse todo, el letrero inmenso que anunciaba la construcción de una universidad privada sobre el futuro terreno vacío. Mi sorpresa ante la destrucción se confundía con el deseo ahogado de compartir con mi madre la sensación de pérdida de aquel extenso mural de grava coloreada que ocupaba la fachada del laboratorio y que tanto me había asombrado cuando llegamos, hacía ya más de 35 años, a vivir en el barrio. ¿Ves a ese hombre que agarra una serpiente con varias cabezas?, me dijo. Representa la lucha contra el mal y lo desconocido, contra las enfermedades. Esos colores y esas figuras extrañas son la naturaleza. Ese hombre con la copa en la mano. ¿Lo ves? Esa copa con una serpiente enredada, esa es la medicina. Ella me llevaba de la mano y yo solo veía formas extrañas, colores intensos que parecían estar vivos. Mi mirada y su voz se conjugaron y el mural tomó sentido.
Aquel día, el día en que mi madre se marchó, mi padre continuaba en el hospital, recuperándose de una cirugía por fractura de pierna. Mi madre no esperaría a su regreso para irse, se había marchado sin despedirse de él.
Llegué a casa, listo para contarle a ella que el laboratorio estaba desapareciendo casi frente a nosotros. Y fue mi hermana menor quien, pasando por alto la distancia que solíamos llevar, me hizo saber la decisión de mi madre. Tampoco se despidió de mí.

En esos días, mi corazón era un abismo: un hecho puramente físico, una sensación corporal cuyo origen no podía reconocer, como si siempre hubiera estado ahí, la sensación de ir cayendo en la nada. El vacío dentro de mi pecho me arrastraba hacia un núcleo oscuro, como si el mundo se alejara de mí mientras mi cuerpo permanecía de pie sobre la vereda, sentado en un bus, en medio de una conversación o frente a un espejo. Y me quedaba solo con mi voz interior, como observando todo desde una profundidad indeterminada, con los sentidos muertos y la mente en estado de alerta, esperando la manifestación de algún suceso o estímulo inesperado, latente, que diera vuelco a mi existencia. Mis sienes ardían como acero fundido y el hilo de mis pensamientos era el único contacto con lo que me rodeaba, como una vida fuera de la vida.
Quizás como resultado de sentirme lanzado a una existencia sobre la que no tenía el menor control, las funciones básicas de mi organismo se convirtieron en una cárcel interior que desviaba mi centro: mi respiración acelerada, la presión de mi diafragma, el ahogo que me despertaba por las madrugadas, tembloroso y frío. Aquella noche, el falso silencio de las calles alcanzaba la penumbra de mi habitación, y todos los pensamientos del mundo se agolparon en mi mente al ritmo de la maquinaria que demolía el antiguo laboratorio, como si algo en mí se derruyera.
En medio de esa vorágine, intentaba recapitular la serie de eventos que me arrastró a regresar con mis pocas pertenencias a casa de mis padres, a pocas semanas de haber cumplido 40 años, sin dar explicaciones, sin pedir permiso y sin vergüenza.

Observo al anciano que, con pasos cortos y temblorosos, escapa de su casa todas las mañanas para dirigirse a la tienda más cercana del barrio. Ahí pasará parte del día, hasta que alguno de sus familiares lo recoja regañándole como a un niño y lo lleve a almorzar. Lo veo avanzar por el pasaje, apoyando una mano sobre un bastón de madera y la otra sobre las paredes de las casas. Le tomará diez minutos o más alcanzar la desvencijada reja de acero que teóricamente protege nuestra calle. Luego pedirá a algún transeúnte que le ayude a cruzar la avenida y lo deje en la puerta de la tienda, donde se sentará a conversar con los clientes y a jugar a los naipes con el bodeguero. No seré yo quien le ayude a llegar, pues mi padre aguarda en el hospital.
No es el único anciano que he observado en los últimos años en el barrio, pero llama mi atención porque su vitalidad contrasta con la quietud de otros que ya se fueron del barrio y de este mundo. Contrasta sobre todo con la actitud de aquella anciana que un día colocó una silla junto a la puerta de su casa y que, pese a que aún podía caminar, se quedaba sentada todo el día mirando a la gente pasar, a los niños jugando, a los gatos invadiendo los techos ajenos. Su mirada abierta y profunda transmitía una desnudez que me intimidaba cada que pasaba frente a su casa, me aterraba su completa diafanidad, pues era como un silencio desesperante que me interpelaba, el testimonio de una vida agotada que se despedía de la tierra, que ya no juzgaba ni temía ser juzgada. Su expresión rompía el orden secreto del mundo al que yo me había atado durante casi toda mi vida, especialmente en mi juventud: todos los rostros, todas las miradas, todas las expresiones esconden tristeza. Ella, en cambio, no escondía nada. Nunca supe cuándo murió, a veces pienso que incluso en cualquier momento volveré a verla ahí sentada.
Dejo atrás al anciano y doblo la esquina. Tropiezo con pequeños pedruscos que se alejaron del montículo de grava colocado frente a una casa en la que construyen un tercer piso. Levanto la mirada para ver cómo se eleva la improvisada edificación, pero el tenue sol me hiere los ojos. Ya falta poco para terminar las columnas y veo que en varias de ellas el cemento se ha secado y las puntas dobladas de los alambres de hierro sobresalen ligeramente. Pienso en esa casa, en el pequeño jardín donde fueron colocados los materiales de construcción. Diez años atrás, en ese mismo terreno, el viejo Roni vendía drogas custodiado por los matones de las viejas quintas ubicadas frente a nuestra calle. Mi mente, activada por el vacío en que se encuentra, inmediatamente superpone este y aquel momento: ¿cómo haría el anciano de hoy para atravesar la esquina si aquellos entonces jóvenes vendedores de droga ocuparan el jardín todavía?
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