La noche en el campo

Una noche en el campo, bajo la luna llena.

En el aire caliente y dulce, las luciérnagas sobrevuelan iridiscentes, adueñadas de un ritmo propio, más veloces que mariposas y más lentas que avispas. Un enjambre sutil y silencioso que vuela al ras iluminando la hierba. Fogonazos que encandilan, se apagan y reaparecen en lugares azarosos. Nunca se sabe dónde volverán a brillar, si retomarán su desplazamiento.

Alrededor de un eucalipto, un cactus ha crecido salvaje.

Desde la base hasta bordear las ramas, se enreda un capricho sin mímesis, contrasta su verde oscuro intenso con el marrón del tronco. Visto desde lejos, una descomunal serpiente.

En la selva, las lianas ahogan a la ceiba más antigua. Si un machete no las decapita, la asfixia la hará padecer décadas y logrará tumbarla. El desgarro mortífero se escucha como si la tierra misma se hubiera escindido llorando su pérdida original.

Pero este eucalipto se ha inventado una simbiosis sin plaga. Convive con su parásito, lo sostiene espinoso, sin morir ni matar. Y en esta oscuridad brota a la luz una flor amarilla y blanca. Los pétalos son puntiagudos y alargados, atravesados por una invisible columna vertebral. Y en el centro de la flor abierta, como unas fauces dispuestas al primer y esperado bocado, un pistilo explota dientudo, sibilino, apirañado. Más que una flor, una criatura de las profundidades ya exploradas. Un pez abisal cuyo nombre proviene de una piedra. Esta flor está lejos de ser un fósil. Sin embargo, su vida es breve. Habitará el corazón del cactus solo por esta noche, desconociendo el consuelo y la angustia. Al despuntar el día se habrá derretido como una vela toda la madrugada encendida.

En la naturaleza, un ser siempre se parece a otro.

Animado por un mismo impulso vital, una memoria de floración y apaciguamiento, un ciclo de eclosión e implosión que altera todos los ecosistemas, microscópicos o visibles.

En la superficie de un pequeño estanque, luego de un chaparrón de verano, vibran las ranas y sus nenúfares, las moscas y sus alas, los escarabajos y sus escondites. Encima de ellos, los claveles del aire se mecen perplejos como niños en columpios. Toda vida afectando otra vida.

Estar preparado para lo que llega y es efímero.

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