Por:

Héctor López Martínez, historiador y periodista

En la gesta emancipadora deslumbran los nombres sonoros, conocidos, venerados, de los próceres. Mas junto a esos hombres, tan encomendados a la memoria, junto a San Martín y Bolívar, Arenales y La Mar, existen decenas de personajes humildes –los desdeñados por la historia– que aportaron el sacrificio de sus vidas en aras de la patria. Tal vez muy pocos han escuchado mencionar a Ildefonso, así, sin apellido, pues no lo conocemos, joven héroe negro rescatado del olvido por Guillermo Miller, el valeroso inglés al servicio del Ejército patriota. En sus “Memorias”, Miller, que le conoció mucho, que compartió con él las interminables, fatigosas marchas por dunas y cordilleras, que supo de su cháchara ligera en la fugaz calma del vivac, le dedica un recuerdo emocionado, palpitante.

Ildefonso había nacido en Chincha. Era esclavo, trabajaba el campo compartiendo la desdichada suerte de sus hermanos de color. Cuando se produjo el desembarco de San Martín en Paracas, cuyo bicentenario estamos conmemorando, Idelfonso apenas contaba con 20 años, pero fue uno de los primeros que fugó rumbo al campamento patriota para ponerse al servicio de la libertad. Su presencia no pasó inadvertida. Pronto se hizo conocer por su extraordinaria sagacidad en proporcionar todo aquello –información u objeto– que pudiera ser útil a los independientes. Más adelante mostró su experiencia en sortear vados, su destreza montando a caballo y su gran seguridad en el manejo del lazo. Todas estas cualidades hicieron que el entonces teniente coronel Miller lo tomara como su asistente.

Cuando Miller tuvo que marchar a las infructuosas campañas a los Puertos Intermedios, Ildefonso estuvo con él. No era solo el asistente leal y comedido. Era el amigo, el soldado ejemplar, “bizarro y obediente”. Su jefe lo recuerda como hombre asaz corpulento, casi gigantesco, pero de rostro “dulce y expresivo”, donde dos inmensos ojos, singularmente húmedos, chispeantes, no cesaban de escrutarlo todo.

Sus amigos le querían y admiraban como el indiscutido líder de todos los esclavos incorporados al ejército sanmartiniano. Su valor no tenía límites. En él confluían una serie de virtudes que jamás le hicieron mostrarse altanero o superior; por el contrario, “nada alteraba la serenidad de su temperamento”. En las batallas se le podía ver siempre en los sitios de mayor riesgo. Cuenta Miller que en la acción de Mirabe le ordenó que pasara a retaguardia. Ildefonso, respetuoso pero firme, replicó: “No, señor; donde hay peligro estaré yo; y donde muera mi amo, allí morirá Ildefonso”.

En agosto de 1822, Miller y sus hombres retornaron a Pisco luego de sus correrías por el sur del Perú. Era preciso obtener noticias sobre los movimientos realistas que por entonces habían pasado a la ofensiva. Ildefonso era excelente conocedor de la zona, estaba perfectamente familiarizado con los usos de los lugareños, podía ser el espía ideal. Sin pensarlo dos veces se dispuso que marchara a Pisco. Allí permaneció toda una noche, con grave peligro, pues el pueblo estaba nuevamente ocupado por los realistas. Al amanecer, Ildefonso intentó regresar a su campamento, pero infortunadamente despertó sospechas y un piquete de caballería partió en pos de él. Miller, que deseaba proteger la vida de su asistente, ordenó al mismo tiempo que una columna patriota se aproximara a la villa para darle socorro. Ildefonso podía verlos avanzar, pero las lanzas y sables de los realistas –intimándole rendición– estaban ya sobre sus espaldas. Viendo que era imposible alcanzar a los suyos, Ildefonso se enfrentó al enemigo. Fue allí donde el humilde soldado, sin letras ni cultura, dio la hermosa lección de su lealtad, de su hombría. Ni dádivas ni amenazas lo trocaron en delator. Solo repetía: “Prefiero morir mil veces por la causa patriota, antes de ser traidor”. Entonces los realistas, exasperados y nerviosos por la proximidad de la columna “insurgente”, le dieron muerte a balazos. Tres proyectiles se incrustaron en su cuerpo de ébano, dos de los cuales le atravesaron el cuello.

Pocos días más tarde, varios soldados realistas que habían estado en la persecución de Ildefonso cayeron prisioneros y de sus labios se supo la heroica conducta del soldado de color. Su sepelio fue sentidísimo y todo el campamento patriota le rindió honores. En un rincón, taciturno, acongojado, Miller pensaría lo que más tarde –a propósito de Ildefonso– estampó en sus “Memorias”: “La nobleza de alma no es privativa ni al color ni a la situación”.