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Cuarto capítulo de Una pelota en el camposanto, la novela de Juan Manuel Chávez

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Fue en ese contexto que Yuriana reunió sus palabras para mí. A la edad que tenía, tres años de diferencia es un montón; me veía como a un tío lejano u otro pariente mayor. Un mes atrás yo había terminado el colegio y entretenía mis días del campeonato acariciando el sueño de una carrera profesional.
La conocí desde que llegué a Micunapampa y comencé a fijarme en ella cuando entró a la Secundaria; además de que se puso muy linda, era dulce. Y con su dulzura algo recatada y avergonzada, nunca pasó de contestar con un movimiento de cabeza a mis saludos. Solo cuando arranqué el quinto año, Yuriana comenzó a interrumpir lo que hiciera para verme pasar, como si su mirada me inventara de otro modo. No obstante, jamás dijo nada; hasta que tres días antes del partido de ida por la final, me detuvo en una esquina para declarar sin mayores preámbulos: “Usted es un ejemplo”, y complementó sus palabras con un beso. Luego echó a correr, y yo atesoré su delicado temblor sobre mi piel.
Más que su frase, me sorprendió su actitud. Por un instante, Yuriana fue otra; tal vez yo era valioso no solamente por lo que venía haciendo, sino porque mi propia transformación incentivaba una fuerza transformadora en ella. Cuatro palabras que me ayudaron a comprobar que podía sembrar algo bueno en una persona buena como ella. Cuando acariciaba el sueño de estudiar para docente, ella me dio la oportunidad de creer que todo podía funcionar de una forma noble e inspiradora.
Al concluir la semana, fui el árbitro de la primera parte de la final del campeonato regional. Micunapampa jugó de visitante ese partido de ida en un pueblo que estaba a cuatro horas de distancia. Como en las ocasiones anteriores, yo llegué con mi viejo la tarde anterior y visité el campo unas horas antes del encuentro; más por superstición que por precaución. A pesar de que fue peleadísima, la jornada resultó estupenda para mí: manejé, sin ningún sobresalto ni tarjetas rojas, un partido que terminó uno a uno.
Lo sentí como un triunfo, y triunfalista esperé 14 días más para el encuentro de vuelta, que se jugaría frente al colegio donde estudié y a un kilómetro de la casa que alquilábamos desde hacía años en Micunapampa. Con todo, no pude ser imparcial.
* * *
Los días previos al partido de vuelta estuvieron plagados de rumores mortuorios y la sensación de una amenaza latente. Desde el viernes y hasta el domingo, fueron llegando en familia los hinchas del pueblo con el que se enfrentaría la selección de Micunapampa, pero, en vez de instalarse con la algarabía de una fiesta deportiva, ocupaban sus horas relatando los cuatro acribillamientos en su plaza principal.
Si bien las versiones que contaban diferían en detalles sustanciales, todas coincidían en el núcleo de la tragedia: aparecieron unos forajidos al amanecer y, luego de pregonar que las autoridades eran cobardes o traidoras, las sacaron de sus casas para ponerlas de rodillas frente a la casa municipal. Después de interrogarlos a gritos, les dispararon una y otra vez; vomitaron sus armas como si les sobraran balas, como si pudieran matarlos más y mejor cuando ya estaban muertos.
Una señora contó que, incluso, liquidaron al perro del alcalde; lo dijo así: “Al perro del alcalde”. No descifré si ella hablaba con desprecio de su autoridad o es que también castigaron al animal que poseía. Quise preguntarle, pero me retrajo mi ignorancia, el no comprender. Los visitantes instalaron en nuestras conversaciones una situación que me rebasaba; el árbitro que había en mí era un adulto, pero bajo la coraza estaba un muchacho que sintió miedo. La tensión que trasmitían me produjo temor; latía en ellos un ciego padecimiento, ira y ansias de revancha, sentimientos que afloraron en sus jugadores durante la final.
El partido fue tremendo, tanto que devino en violencia.
Como el encuentro de ida quedó empatado, el trofeo de campeón se lo llevaría quien ganara el de vuelta. Y la selección de Micunapampa tenía a favor su condición de local, con su hinchada copando las graderías. Para mucha gente, entre fanáticos del rival y directivos de la Junta Organizadora, Micunapampa contaba con la ventaja extra de tener al árbitro de su lado.
Desde temprano escuché la cantaleta, en serio y en broma, tratándome de usted o tuteándome, de que yo inclinaría la balanza. Y me puse tan alerta ante la situación que, por no beneficiar al equipo de Micunapampa, terminé por desfavorecerlo.
El partido fue tremendo porque las grandes acciones corrieron por cuenta de los defensas y no de los delanteros; ellos impedían con energía y hasta con rudeza cualquier intento rival de llegar al área. En el primer tiempo, solo hubo media docena de disparos al arco y ningún tiro de esquina. No era un encuentro aburrido, sino trabado, como cuando un grupo de gente conversa con tanta pasión que se atajan al hablar y no se entienden entre sí… entreverado, pero no tedioso.
Para el segundo tiempo, los bandos lucharon por dominar; así comenzaron los problemas. En los siguientes 20 minutos saqué la tarjeta roja cuatro veces: dos por lado. El partido continuó cero a cero, pero con nueve jugadores en cada equipo. Se veían deshechos, pero seguían intentando el gol en el arco contrario; y eso hizo uno de los más veteranos del campo hasta meterse al área de Micunapampa. Cuando le iba a dar a la pelota, le dieron un golpe a él. Era penal. Sus hinchas, además del penal, gritaban por la expulsión del defensa.
Las decisiones de un árbitro deben ser expeditivas y firmes. Y tan expeditivo como firmemente señalé el penal contra el equipo de Micunapampa; sin embargo, no expulsé a ningún jugador más. Escuchaba insultos de norte y sur; y no eran simples gritos, me trataban de ciego y de pusilánime, de ingrato y de comprado. Mientras el ‘Taruca’ Llantoy alistaba la pelota para la potencia de su zurda, yo busqué con la mirada a mi padre; cuando pité el lanzamiento, todavía no había encontrado a mi viejo en las graderías.