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James Webb: la historia detrás del telescopio de 18 espejos que nos hizo ver el universo como nunca antes
Conoce la historia detrás de uno de los logros científicos más importantes de la última década.
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El Telescopio James Webb es, hasta la fecha, el telescopio espacial más grande y renombrado de la astronomía moderna, algo que ha marcado un hito en la ciencia como la conocemos y que hace poco nos permitió ver el universo como nunca antes lo habíamos hecho.
Es una de las proezas de la ingeniería aeroespacial más significativas de la última década y nos ha permitido ver el espacio de una forma sin precedentes gracias a sus poderosos 18 espejos.
La historia detrás del telescopio más avanzado hasta hoy, el James Webb, inicia en 1989, incluso antes del lanzamiento de su antecesor, el Hubble, en abril 1990. En el Space Telescope Science Institute, los astrónomos Garth Illingworth y Peter Stockman ya planificaban lo que sería el siguiente paso: la idea desembocó, tres décadas después, en el lanzamiento del James Webb.
Las ideas empezaron a barajarse en el proyecto Next Generation Space Telescope (NGST). Antes de que la misión del Hubble inicie, los hombres de ciencia ya pensaban en la siguiente misión.
Esta debía ser más ambiciosa y el planteamiento fue sorprendente y complicado a la vez: un telescopio más grande y que sea capaz de registrar la luz infrarroja de los confines del universo, una luz invisible para nuestros ojos y para el Hubble.
Esto permitiría ver más allá y llegar a ver lo que se creía imposible: el nacimiento de nuestro universo millones de años luz lejos de nuestro modesto planeta. Si bien la NASA se volcó a la misión del Hubble durante esos años, el sueño de un mejor telescopio no se perdió.
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El origen de una proeza científica
En 1996, lo que parecía un sueño demasiado ambicioso para la época pasó a ser una maravillosa realidad: el proyecto NGST pasó a tener un nombre y apellido: James Webb Space telescope, en honor al líder de la NASA durante la tragedia del Apolo I, James E. Webb.
Formular su diseño, construcción y puesta en órbita iba a ser el reto más grande de la misión, evidentemente. Era el desafío más grande para la ingeniería aeroespacial sin duda alguna, pues se necesitaba de un telescopio sumamente sensible, que capte la mayor cantidad de luz y, en consecuencia, debía ser del tamaño más grande posible.
Para empezar, los científicos de la NASA se enfrentaban a el primer dilema: el tamaño del espejo. El del Hubble, el más grande hasta ese momento, era una pieza sólida de dos metros de diámetro, el cual ya nos permitía husmear en las entrañas del espacio y el tiempo. El James Webb debía romper este récord.
Para lograr el objetivo de desentrañar el universo de una mejor manera de lo que lo hacía el Hubble, el plan era llevar al espacio un espejo con el triple de diámetro y un área seis veces más grande. Sin embargo, el cohete de carga más grande de la época, el Ariane 5, que se usa hasta hoy en día, solo permitía llevar fuera del planeta un espejo de 4.5 metros de diámetro.
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El primer reto: un espejo enorme fuera de nuestro planeta
La idea de llevar el espejo del James Webb era, hasta ese momento, poco más que imposible. Sin embargo los científicos no se iban a rendir ante el primer obstáculo. La curiosidad humana puede llevarla a superar estos límites.
La solución a este problema la encontraron en Hawái. Fijándose en el Telescopio Keck, que era por esos años el más grande en la tierra, ubicado en el observatorio Mauna Keea, hallaron la respuesta a su gran dilema.
Este espejo de 10 metros de diámetro no era una pieza sólida, sino que consistía en 36 piezas hexagonales que juntas funcionaban como un único espejo, algo que inspiró al actual diseño del James Webb: ya no sería un único espejo sólido, sino 18 que funcionaría como uno solo. El ojo humano se estaba perfeccionando para ver más allá.
Así se resolvió el problema del tamaño. Unas alas motorizadas que plegarían los espejos laterales y las desplegarían una vez se ubique en el espacio para conformar le enorme espejo principal, el primero en su clase. No obstante, habían más retos para la ingeniería aeroespacial.
La misión poco a poco se volvió tan complicada que hoy en día, a pocos meses de su entrada en funcionamiento y a casi 30 años de planeamiento, se volvió la misión más ambiciosa planteada por la astronomía humana desde la llegada del hombre a la Luna: desplegar un delicado y poderoso telescopio en medio del inhóspito espacio exterior.
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La crisis que casi deja da de baja el proyecto
Los primeros problemas surgieron tres años después, en 1999, el proyecto James Webb, al cual se le había establecido en un principio un presupuesto de mil millones de dólares con el objetivo de entrar en operaciones en el 2007, algo que con el tiempo parecía imposible.
Cada día el presupuesto aumentaba y los retrasos se hicieron continuos. La razón, simple, crear el diseño era muy complicado teniendo en cuenta que el telescopio debía detectar una luz invisible a nuestro ojos: el infrarrojo.
Tener un telescopio de infrarrojos en el espacio era un reto especialmente complicado, pues no podía estar cerca de ninguna fuente de este tipo de luz, pues esto podía provocar fallos en las imágenes que nos podría ofrecer. Solo había una manera de estar seguros de esto, lo que significaba otro desafío titánico a la comunidad científica.
El James Webb no podía estar en órbita terrestre como su antecesor, el Hubble, teníamos que enviarlo a más de un millón de kilómetros de distancia, unas cuatro veces la distancia entre nuestro planeta y la Luna. Si algo malo ocurría, nadie podía ir a repararlo como sí se hace con el Hubble.
El James Webb debía viajar a un punto estable para satélites conocido como Lagrange Point L2, un punto en donde podría orbitar al Sol a la misma velocidad que la Tierra y con el calor de nuestra estrella siempre dando en el mismo lado. Esto le dio al equipo un nuevo gran obstáculo.
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El Sol, el enorme desafío
Para captar la luz de las galaxias más lejanas de nuestro universo, el espejo del James Webb debía ser extremadamente sensible, algo que requería que el telescopio necesite estar a -223 °C, de lo contrario, su propia radiación infrarroja ‘cegaría’ al potente telescopio.
La amenaza al plan, nuestro Sol, que podía calentar al James Webb hasta los 230° C, haciendo inútil el funcionamiento del telescopio. Parecía que este era el problema definitivo, que terminaría con el ambicioso proyecto. Sin embargo, los científicos no se permitirían quedar en este aparente callejón sin salida.
Una idea cambio todo. Evidentemente no podíamos esconder al Sol del telescopio, pero sí podíamos esconder al telescopio del Sol. El espacio por sí mismo es lo suficientemente frío como para que el James Webb funcionase correctamente, pues se encuentra a unos ‘cómodos’ -226 °C, lo que podía ser usado para enfriar el telescopio.
Para ello debíamos ocultar al telescopio de la poderosa ola de calor que genera nuestra gran estrella, que se logró con la creación de un ‘escudo’ del tamaño de un campo de tenis que bloqueaba la luz solar, haciendo que la temperatura del lado sensible estuviera siempre fría. Conseguir un escudo de estas características fue una tarea titánica.
El escudo debía ser de varias capas con una curvatura perfecta para que el calor irradiara entre ellas al espacio, y entre cada una al vacío, que no conduce el calor. El escudo debía hacer que la cara expuesta al Sol estuviera a la temperatura de ebullición del agua y la otra cara, unas pocas decenas de grados por encima del cero absoluto.
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El peor enemigo: la política
En 2004, luego de que el presupuesto casi se quintuplicara y el año de lanzamiento se posponga más cinco años, se dio inicio a la construcción del James Webb empezando con los espejos a base de berilio, que mantiene su forma incluso ante las bajas temperaturas del espacio exterior.
Los espejos fueron pulidos a la perfección, pues la calidad de las imágenes dependen en gran medida de lo lisos que estén los espejos. ¿El resultado? Sin precedentes: la mayor imperfección era miles de veces más fina que un cabello humano.
El siguiente paso, un baño de oro al berilio, que si bien mantendría su forma en el espacio y sus terroríficas temperaturas, no es bueno reflejando la luz. Las capas son tan finas que solo 50 gramos de oro se esparcieron por los 18 espejos.
El trabajo solo con los espejos tardó ocho años, lo que no solo significaba mucho tiempo, sino también dinero. Por ello, en 2011, uno de los comités sugirió concluir el programa, alegando que esta era un gasto absurdo, tildando de “incompetentes” al grupo de la NASA a cargo del James Webb.
Se habían pasado ya siete mil millones de dólares del presupuesto inicial, algo que se consideró una falta de respeto a los contribuyentes. El Gobierno fue firme en un primer momento y decidió finiquitar el proyecto.
La NASA, en un acto de desesperación, preparó una campaña mediática para hacer que la comunidad científica apoye el proyecto pero no solo ellos, sino también de los propios ciudadanos. La sociedad respondió positivamente.
El Gobierno norteamericano comprendió que con un esfuerzo más, podrían consolidar su liderazgo en cuanto a la ciencia y tecnología. En el James Webb recaía el futuro de la astronomía y en 2012 el proyecto, como el ave fénix, resurgió.
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El Gobierno de su lado: los trabajos continuaron
Así pues, con un presupuesto ya estimado por el Congreso de Estados Unidos, se continuó con el trabajo del escudo, eligiendo como material un polímero llamado Kapton, más fino que un cabello humano pero resistente como el acero, que iba a ser recubierto con una capa de silicio para proteger al telescopio del calor, y aluminio del otro lado para mantener las temperaturas frías.
Tomó alrededor de tres años fabricar las cinco capas del escudo, algo que significó un gran desafío logístico. Durante este tiempo, los científicos planeaban cómo desplegar este enorme escudo al momento de alcanzar la posición fuera de nuestro planeta.
Esto era tan importante como los propios espejos, pues cualquier error en el sistema de despliegue haría que el telescopio no estuviera libre de la luz solar que cegaría los espejos de infrarrojo. Una vez en el espacio, ir a repararlo no es una opción, es todo o nada.
Para 2016, los 18 espejos son colocados en la estructura en el soporte y por primera vez el espejo está completo y así empezaron las pruebas. Durante 100 días, el espejo del James Webb, dentro de una cámara de vacío que simula las condiciones del espacio, el telescopio es testeado y... funciona.
En agosto de 2019 empieza la unión del telescopio con el escudo. El momento en que ambas partes quedaron ensambladas fue clave, la espera de tantos años de planificación se iban terminando. No obstante, lo más riesgoso aun estaba por venir.
Durante dos años, cada parte del telescopio es plegado y desplegado de manera continua para cerciorarse de que todos los sistemas funcionan a la perfección, para que no quede ningún detalle al azar y tener la máxima seguridad de que estos no fallarán cuando sea enviado al espacio.
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Llega el gran día: 18 espejos que lo cambiarán todo
El 26 de setiembre del 2021, en una operación secreta, el James Webb es transportado desde las instalaciones de la NASA hasta el puerto de Los Angeles. A bordo de un barco específicamente creado para el transporte de cohetes, cruza el mar hasta Kourou, en la Guyana Francesa, donde se encuentra un puerto espacial en donde la Agencia Espacial Europea lanza sus misiones.
Así pues, 25 años después, el 25 de diciembre de 2021, el James Webb está listo para su viaje desde nuestra roca azul en el espacio a los confines del universo para ayudarnos a verlo como nunca antes pudimos.
Así es como fue lanzado el James Webb, en una transmisión en vivo, a su viaje de poco más de un mes hacia el punto establecido, en donde plegó sus espejos y el escudo correctamente, sin contratiempos, una victoria total para la ciencia y para la humanidad, que tendría el enorme privilegio de ver, gracias a 18 espejos, la magnitud y la belleza aterradora de un universo a través del espacio y el tiempo.
La sintonía de 150 motores, 107 mecanismos de liberación y los 4 kilómetros de cableado permitieron el correcto despliegue del James Webb. Un éxito rotundo. Sin embargo, el proceso de alineación correcta de los espejos tardó dos meses.
Seis meses después de su lanzamiento, el telescopio está preparado para abrir nuestros ojos y ver mucho más allá: los orígenes de nuestro universo. Las primeras imágenes, de 12 horas de exposición, nos dejó ver mucho más a través del tiempo que el Hubble en toda su vida.
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Así pues, en julio de este 2022, el James Webb nos permitió ver la Nebulosa de Carina, con la radiación emitida por estrellas recién nacidas, la Nebulosa del Anillo del Sur, que nos permitía ver la muerte de una gran estrella, entre otras cautivantes imágenes que nos dieron un paseo por el pasado de nuestro universo.
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El Hubble nos mostró las puertas de un universo que desconocíamos, el James Webb las abrió y nos permitirá reescribir lo que creíamos saber sobre el cosmos y su inmensidad, permitiéndonos retroceder en el tiempo hasta el propio nacimiento de la luz en el gran universo. Este es solo el principio.
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