Sentada en la silla de roble, dando la espalda a su propio escritorio, Dina Boluarte revisa una y otra vez los gráficos del último sondeo de opinión pública. Con las dos manos sosteniendo cada extremo de las hojas, las levanta, las acerca, las aleja y las hace girar, parece una doctora revisando a fondo una placa particularmente complicada de interpretar. No pronuncia palabra alguna, pero su semblante descompuesto muestra sin reparos la preocupación, la frustración que la embarga. De súbito, gira el asiento y lanza los papeles sobre el escritorio. Luego, levanta la mirada hasta el techo y su mente se convierte en un hervidero de cuestionamientos, ideas y reproches. Entonces, sin mediar aviso, una pequeña luz aparece en su rostro.

Casi media hora después, el premier Alberto Otárola ingresa al despacho presidencial. “La presidenta está de pésimo humor”, le había asegurado, momentos antes, la secretaria de Boluarte. Así, advertido, Otárola ingresa con el rostro apagado y a paso lento, muy lento, como si lo estuvieran arrastrando.

Tras los saludos, pasan unos segundos interminables antes de que uno de los dos se anime a hablar.

—Me mandó a llamar —dice por fin Otárola.

—Sí, mira. Como debes saber, mi aprobación sigue en picada. Pero la verdad es que yo no creo en las encuestas. ¿Sabes por qué?

—Mmm, ¿por qué no le gusta ver la realidad?

Una ceja de Boluarte se eleva repentinamente.

—No, es que me resisto a creer que solo 9% de los peruanos aprueba mi gestión. Por eso es que se me ocurrió una idea. Yo misma voy a levantar la información.

Un gesto mezcla de sorpresa y preocupación aparece en el rostro del premier.

—A ver si la entiendo. ¿Me está diciendo que usted misma quiere salir a las calles a hacer su propia encuesta?

—Es más algo así como tomarle el pulso a la gente.

—Perdone que se lo diga, señora presidenta, pero eso no tiene ni pies ni cabeza. Además, es muy peligroso para usted exponerse así.

La presidenta muestra una amplia y franca sonrisa.

—Te agradezco la preocupación, pero es una decisión tomada. Además, ya sé cómo hacer para pasar inadvertida.

Al día siguiente, Otárola vuelve al despacho presidencial. Antes de ingresar, le pregunta a la secretaria por el humor de la presidenta. “La verdad no sabría qué decirle”, le responde, “lo mejor será que saque usted mismo sus propias conclusiones”.

El premier penetra en el despacho y queda sorprendido al ver que la silla de la presidenta está vacía. Da un par de pasos y toma asiento. Entonces, de golpe, advierte que en una esquina una señora lo está mirando. Tiene el cabello negro y unas largas trenzas le cuelgan por detrás de la espalda. Viste una pollera ancha, gruesa y multicolor, y luce, además, una mantilla y un sombrero.

—¿Qué pasa, Alberto? ¿No me reconoces?

Otárola abre los ojos, como dos faroles.

—Señora presidenta, está irreconocible. Pero no entiendo. ¿Para qué es el disfraz?

—Voy a salir así a la calle. Solo de esta manera sabré lo que la gente piensa realmente de mí y de mi gobierno.

Otárola trató de hacerla desistir durante varios minutos y con distintos argumentos, pero fue en vano. A lo mucho pudo convencerla de dejarse acompañar por un miembro de su seguridad, quien, disfrazado de sereno municipal, tenía la inquebrantable misión de seguirla y evitar que esta suerte de experimento social termine en una desgracia, en un magnicidio. En la calle nunca se sabe.

Y así, disfrazada de una típica mujer de la sierra, Boluarte sale de Palacio de Gobierno, cruza la pista y llega a la Plaza de Armas. Pese a lo pesado del disfraz y del calor que empieza a atacarla, se siente feliz. No era para menos. Después de mucho tiempo, no sentía una libertad así, la libertad que le da el anonimato. Siempre seguida a prudente distancia por su seguridad, Boluarte se detiene en la mitad de la plaza. Ahí se sienta al lado de un señor que leía despreocupadamente el periódico.

—Señor, ¿tiene hora? —pregunta Boluarte.

El hombre la mira de reojo. Luego, mira su reloj y responde.

—Las tres.

Boluarte agradece y luego entra en materia.

—Ese es el Palacio donde está la presidenta, ¿no? —le pregunta.

—Sí, mamita —le dice—. Ahí está la presidenta. Claro, si es que se le puede llamar presidenta.

—¿Por qué dice eso de la presidenta? A mí me habían dicho que lo estaba haciendo bien

El hombre deja a un lado el periódico y mira esta vez con más atención a Boluarte.

—Pues le han dicho mal. Este gobierno es un desastre.

—¿Y por qué lo dice? —pregunta Boluarte y queda atenta a la respuesta. Sin embargo, una pequeña pero fuerte explosión alerta a todos en la plaza y sus alrededores.

—¡Qué malditos! —exclama el hombre—, parece que la Policía está lanzando bombas lacrimógenas a los que están protestando.

—¿Y contra quién están protestando?

—Contra quién cree usted.

Preocupado por la seguridad de Boluarte, el agente disfrazado de sereno municipal se acerca a ella. Casi al oído, le pide regresar a Palacio. Boluarte lo mira y niega con la cabeza. Lo hace con tanta convicción, con tanta energía que sus trenzas se balancean de un lado a otro.

Atraída por la curiosidad, guiada por el sonido de la violencia, Boluarte se acerca al corazón de la protesta. En ese momento, dobla la esquina y se topa con un cuadro de terror: por un lado, un numeroso grupo de peruanos tratando de llegar a la Plaza de Armas, y por el otro, un esforzado contingente policial que trata de hacerlos retroceder, de restablecer el orden, que trata, en buena cuenta, de hacer su trabajo.

Ocurre entonces la tragedia, lo inimaginable. La seguridad de Boluarte empieza a ser golpeada por un grupo de manifestantes, mientras que, ante la presión de la masa, y debido al empuje de la gente, la presidenta de la República queda justo al frente de todos los manifestantes.

Nadie, ni los peruanos que a voz en cuello lanzan insultos contra la presidenta, ni los policías que continúan lanzando bombas lacrimógenas, podrían creer que la persona que estaba, en ese momento, liderando la protesta contra el gobierno de Dina Boluarte era, precisamente, Dina Boluarte.

Está a punto de anochecer en la comisaría de San Andrés, en el centro de Lima. Ha sido una jornada agitada. Decenas de personas han sido detenidas, incluyendo un sereno municipal particularmente agresivo. Algunas han sido liberadas, pero la mayor parte todavía permanece encerrada. A diferencia de la abarrotada celda de hombres, en la de mujeres solo permanece una: tiene trenzas negras, viste polleras y lleva horas pidiendo, por favor, una llamada.

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