"López Aliaga hace una mueca de disgusto. Saca el pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón y mata las gotas de sudor que brotan en su frente".
"López Aliaga hace una mueca de disgusto. Saca el pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón y mata las gotas de sudor que brotan en su frente".

El alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, está de mal humor. No solo acaba de perder la mañana entera en una inútil y mal organizada actividad a las afueras de la ciudad, sino, peor, está siendo cocinado a fuego lento por un absurdo brillo solar de invierno y, mucho peor, el aire acondicionado del vehículo que lo lleva de regreso al Municipio, de súbito, dejó de funcionar. A su lado, el teniente alcalde Renzo Reggiardo no tiene mejor semblante.

De pronto, el vehículo se detiene. López Aliaga lanza la mirada por la ventanilla. En seguida, voltea y se topa con el rostro de Reggiardo. Este comprende la incertidumbre de su jefe y le responde incluso antes de que formule la pregunta: “No, Rafael, no sé qué está pasando”.

López Aliaga hace una mueca de disgusto. Saca el pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón y mata las gotas de sudor que brotan en su frente.

—¡Es el peaje! —exclama el chofer del vehículo.

Por un instante, las miradas— de López Aliaga y de Reggiardo quedan enganchadas.

—¿Qué dice? —pregunta el alcalde.

—Que no es el tráfico —responde el chofer-. Es la cola del peaje, pero no se preocupe. Ya vamos avanzando.

Y en efecto, el chofer presiona levemente el acelerador y el vehículo se adelanta y toma el lugar del que acaba de avanzar. Entretanto, Reggiardo se pasa la mano por los cabellos y da un largo respiro. No puede creer que no haya advertido que ese camino los llevaba, sin escape, directo y sin escalas, al peaje de Rutas de Lima, precisamente el peaje que, según promesa electoral de su jefe, ya no debería estar funcionando.

—¡Renzo! —exclama el alcalde mientras vuelve a pasarse el pañuelo por la frente—. ¡De qué peaje me está hablando el chofer! Bien claro le prometí a los limeños que solo seguiría funcionando hasta julio.

El teniente alcalde gira su cuerpo a la derecha para ver mejor a su jefe.

—Pero Rafael, recuerda. Te dije que era un tema complejo. Una cosa es la campaña y otra la realidad. Hay un contrato de por medio.

—A mí no me vengas con ese cuento de la estabilidad de los contratos.

—Rafael, cómo me vas a decir eso si tú mismo eres un empresario.

—Ese el problema de este país. Por eso estamos estancados. ¿Sabes por qué no avanzamos?

—Ya estamos avanzando, señor —dice el chofer—. De a pocos, pero la cola avanza.

López Aliaga da un respiro y vuelve a mirar a Reggiardo.

—Este país no avanza porque nos dejamos avasallar. Nos dejamos aplastar por los abusivos.

En ese momento, el vehículo vuelve a avanzar un breve trecho.

—Ya solo falta un carro y llegamos al peaje— advierte.

—¡Qué vergüenza! —dice López Aliaga, mirando a Reggiardo— ¡Imagínate que la gente se entere de que estoy pagando el peaje que yo mismo anuncié que ya no funcionaría!

Una sonrisa nerviosa apareció en el rostro de Reggiardo.

—Ya nos toca —interviene el chofer.

—Avance y pague el peaje de una vez —dice Reggiardo—. Mientras más rápido pasemos, mejor.

—Hay un problema —dice el chofer—. Dejé mi casaca en el municipio y ahí tenía mi plata. ¿Alguno de ustedes no tiene sencillo por ahí?

—¿Y cuánto es? —pregunta Reggiardo.

—6 soles con 50 céntimos.

—¡Qué abuso! —exclama el alcalde.

—Lo mismo digo —dice el teniente alcalde.

López Aliaga dobla el pañuelo y se lo pasa por el rostro. Empieza a mover la cabeza a los lados, como respondiendo negativamente una pregunta interna.

—¡No! —dice, en forma repentina—. ¡No vamos a pagar ningún peaje!

—Pero Rafael —dice Reggiardo—, si no pagamos no nos van a dejar pasar. Y hay un par de policías más allá. Va a ser un escándalo.

—No me importa. Yo tengo que dar el ejemplo —luego se dirige al chofer—. Usted avance nomás y se detiene en la caseta. Yo voy a bajar.

El auto vuelve a avanzar y se detiene justo a la altura de la caseta de peaje. Desde ahí, el encargado saluda con amabilidad al chofer. En ese instante, Rafael López Aliaga, el alcalde de Lima, abre la puerta y sale del vehículo. Al ver que el alcalde ya está afuera, Reggiardo hace lo propio.

—Rafael, entra, por último, déjame arreglar esto a mí.

De pronto, un barullo de grandes proporciones se empieza a escuchar. Reggiardo y López Aliaga voltean al mismo tiempo buscando el origen de aquel sonido. Ambos abren los ojos como dos discos al descubrir que ese murmullo generalizado y creciente proviene de las gargantas de una enorme masa de pobladores que, carteles en mano, protestan exigiendo el cierre del peaje.

—Ya ves, Renzo —dice López Aliaga—. El pueblo me apoya. Ellos tampoco quieren el peaje.

—Quizá podríamos aprovechar esto. Ahora que se acerquen, te pones al frente de ellos. Yo podría tomar una foto.

—Ya ves, Renzo. Cuando quieres eres de gran ayuda.

—Solo hay que esperar que se acerquen más y que te reconozcan.

Mientras el cobrador, cada vez con menos paciencia, le exige el dinero del peaje al chofer, Reggiardo comprende algo que lo paraliza. Sus facciones adquieren una luz sombría.

—-Rafael, tengo un mal presentimiento.

—¿Qué pasa?

—La gente ya te está reconociendo y no las veo felices.

La multitud de pobladores avanza cada vez más rápido hacia ellos. Y, como piensa Reggiardo, no solo están rechazando el peaje, sino también a López Aliaga por haber incumplido su promesa. A medida que se acercan, se ven más fuertes, más amedrentadores. Están tan próximos, a tan pocos metros que ambos funcionarios ya pueden distinguir que junto a los mensajes de “Abajo el peaje”, había otros que rezaban: “López Aliaga, mentiroso”.

Sin tener que mirarse ni ponerse de acuerdo, Reggiardo y López Aliaga suben raudos al vehículo y, pese al calor, suben sus lunas. En tanto, el cobrador del peaje le demanda por última vez el dinero al chofer: “O me paga o llamo a los policías”.

—No voy a pagar nada. Abusivos. Llama a quien quieras. Mi jefe...

—Oiga, ¿qué hace? —le dice el alcalde al chofer, mientras rebusca sus bolsillos.

—¿Va a pagar el peaje? —pregunta el chofer.

—Sí —responde el alcalde —¿cuánto era?

—6 soles con 50 céntimos.

López Aliaga le entrega un billete de 10 soles y le pide que pague de prisa, que hay que irse enseguida. Todo ante la atenta mirada de Reggiardo.

—Bueno —dice el alcalde mientras ladea el rostro y hace un puchero— la tarifa tampoco es tan cara.