“La Fiscalía es responsable de la muerte de Alan y a mí me quieren hacer lo mismo, pero a gotas”, exclama el expresidente en entrevista exclusiva con Perú21. Dice que le da pena Toledo y que Vizcarra no debió cerrar el Congreso que quiso vacarlo. Y asegura que, si Keiko se presenta, “el Perú se va al abismo”. En un adelanto de su libro que publicamos en estas páginas, PPK cuenta pasajes de su participación en el gobierno de Toledo.

Pedro Pablo Kuczynski presenta su libro “Tarea incompleta: Una memoria 1938-2023”

«Quiero que me apoyes en la elección y quiero anunciarlo en CADE», me dijo Alejandro Toledo desde el otro lado de la línea. Así, a los 62 años me entregué a una nueva aventura: la campaña de Toledo, un hombre algo caótico, pero insistente. Toledo, entonces, anunció en CADE, la conferencia anual de empresarios (que se había postergado de noviembre a enero debido a la crisis política que terminó con la caída de Fujimori), que yo iba a encabezar su equipo económico. La asamblea se quedó muda. ¿Cómo podía este señor, que había marchado en las calles con una vincha roja en la cabeza, tener a PPK como asesor económico? Cuando llegué a Lima, mi teléfono sonó docenas de veces: amigos y conocidos me preguntaban si me había vuelto loco.

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Cuando Toledo me llamó aquel 31 de diciembre, le dije que sí, sin dudarlo. A mí nunca me han gustado gobiernos autocráticos como el de Fujimori, a pesar de las cosas muy positivas que hizo por la economía y la seguridad. En general, la autocracia me parece un sinónimo de corrupción. Y así ocurrió con Fujimori, que el año anterior había derrotado a Toledo en unas elecciones cuestionadas y cuyo tercer mandato, por cierto ilegal, apenas había durado cuatro meses. Le aseguré a Toledo que lo apoyaría, porque me parecía la alternativa más sensata. Lourdes Flores, la candidata de la derecha, era percibida exactamente como eso, demasiado inclinada a la derecha: a pesar de sus credenciales democráticas, su partido no tenía presencia suficiente fuera de Lima. La democracia cristiana, que es la raíz del PPC, es, como dice mi amigo Rodrigo Botero, una mezcla de vodka con agua bendita. Y en la otra vereda estaba Alan García, quien había vuelto al Perú con el recuerdo de su gobierno calamitoso entre 1985 y 1990.

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En enero de 2001 ya estaba instalado en la sede de Perú Posible, el partido de Toledo. Me encontré con un grupo de economistas heterogéneo. Uno de ellos, Óscar Dancourt, que luego fue presidente interino del Banco Central de Reserva, era un ardoroso admirador de Jürgen Kuczynski, el pariente lejano de mi padre, maestro de la economía estalinista que tuvo la República «Democrática» de Alemania Oriental durante cuarenta y un años. Más al centro estaba Kurt Burneo, quien luego, como viceministro de Economía, evolucionó hacia una postura más conservadora, pero sensata, en las finanzas públicas. También estaba Juan José Marthans, un conocido profesor de Economía que terminó siendo un buen superintendente de la banca al asumir el gobierno.

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Los analistas presagiaban que este combo no iba a funcionar. Pero Burneo y Dancourt enfatizaban, con acierto, que el Perú requería un estímulo especial para salir de la recesión que sufría desde 1998. Los últimos años de Fujimori habían generado desorden económico, después de las reformas trascendentales que se habían emprendido entre 1991 y 1994: se simplificó la tributación, se equilibró el presupuesto, se privatizaron las actividades comerciales del Estado y se eliminó todo dirigismo en la canalización del crédito bancario. Pero en su segundo gobierno, con el deseo de perpetuarse en el poder, la política económica fue girando hacia el populismo: las privatizaciones se suspendieron y se otorgaron exoneraciones tributarias cuantiosas para diversas actividades (por ejemplo, las importaciones de autos usados desde Japón) y grupos (las áreas amazónicas). Todo esto creó corrupción y desequilibrio fiscal. El arreglo de la deuda externa impaga tardó varios años y, encima de todo, vinieron la crisis financiera de Asia en 1997 y la de Rusia en 1998. La combinación de errores y mala suerte se agudizó con el fenómeno de El Niño del verano de 1998, que causó estragos en toda la costa, desde el norte hasta el sur en Ica. El resultado: la frenada del Producto en 1998 y una recesión que no terminó hasta mediados de 2001.

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… en el entorno político, la situación era tensa: existía un enfrentamiento abierto entre la izquierda que apoyaba a la coalición de Toledo y detestaba al Fondo Monetario Internacional (FMI) y el grupo fervoroso de derechistas exfujimoristas (es decir, de fujimoristas hasta 1998), que eran descritos como reaccionarios.

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La prensa, liderada por La República junto con «los caviares» (es decir, gente con ideología de izquierda, pero gustos de derecha), apoyaba nuestro esfuerzo de darle a la economía un impulso de estilo keynesiano. Y fue lo que hicimos en la segunda mitad de 2001. Durante nuestros primeros meses en el gobierno, manejamos un alto déficit fiscal (de 5% o 6% del Producto). Todo eso no era deliberado, pues, pese a que los gastos aumentaban, la debilidad estaba en los ingresos. Si el FMI se hubiera dado cuenta del tamaño de nuestro déficit, habría hecho lo imposible por impedirlo, lo que habría sido una decisión contraproducente en ese momento. Porque este déficit, sumado a la confianza que se generó cuando Toledo le ganó a García en la elección, fue lo que nos permitió avanzar. En cuanto vimos que la economía empezaba a recuperarse, en el año 2002, redujimos el déficit con rapidez. Nos ayudó la recuperación de los ingresos. Para 2005, tres años más tarde, habíamos eliminado del todo el déficit y le habíamos dado al Perú una estabilidad financiera envidiable en América Latina.

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Con mis colegas tratamos de promover políticas económicas de sentido común: mantener las cosas buenas que había hecho Fujimori y promover cambios básicos para la estabilidad a largo plazo. No obstante, hubo bastante oposición a lo que estábamos haciendo, la típica oposición que habla del «modelo económico neoliberal» como una cantaleta. Nuestro máximo detractor era Javier Diez Canseco, congresista por varios periodos y líder de la izquierda. Diez Canseco no tuvo reparos en armar una campaña en mi contra. Se convirtió casi en algo personal. Para contestar sus innumerables acusaciones, envié camionadas de papeles a sus comisiones en el Congreso.

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Pero igualmente complicados eran algunos congresistas de la propia coalición de Perú Posible; es decir, quienes debían apoyarnos. No se habían filtrado bien los nombres de los candidatos al Congreso: algunos tenían reputaciones dudosas, incluso supuestas conexiones con la droga. Pero yo creía (y sigo creyendo) que el Congreso es esencial en la democracia, y siempre traté a los congresistas con respeto, a pesar de sus insultos y maltratos. Cuando tenía que ir al Congreso, lo que ocurría con frecuencia, me imaginaba que estaba yendo al cinema a ver una película: así se me hacía fácil estar tranquilo y no perder la paciencia.

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Había un congresista muy gritón de nuestra coalición que quería contratos para su negocio textil: que el gobierno comprara su popelina para los uniformes de la Policía, cosa que no podíamos hacer sin una licitación. Este congresista llegaba a paroxismos de furia cuando se hablaba de las supervisoras de aduanas, empresas extranjeras que se habían contratado en la época de Fujimori para reducir la trampa y el contrabando rampante en la Aduana. Incluso logró que en 2002 el Congreso aprobara una amnistía tributaria para que mucha gente dejara de pagar sus impuestos. Toledo me apoyó a mí, pero aquel año la amnistía promovida por ese congresista nos costó 1% del Producto en ingresos perdidos, una cifra atroz.

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… Todos sabíamos que Toledo era desorganizado, impulsivo, impuntual, pero debo reconocer que tenía una cualidad: era una persona abierta, con la que uno podía dialogar y discutir. Muy diferente de lo que ocurría con su esposa. Eliane Karp, criada en Bélgica por padres que habían escapado del Holocausto, era inteligente, pero confrontativa. A fines de los ochenta había dejado a Toledo y su hija Chantal para irse a vivir a Israel. Regresó al Perú cuando Toledo empezó a organizar su campaña contra Fujimori en el 2000. Lo que yo no sabía era cuán importante iba a ser su presencia, por lo menos en la campaña y en los primeros años del gobierno.

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Eliane y yo nos comunicábamos en francés, en la forma de «tú», pero eso no atenuó su hostilidad. Puedo dar varios ejemplos. En marzo de 2001, poco después de que Toledo anunciara en el Banco Mundial que yo iba a ser su ministro de Economía, Eliane declaró absurdamente a la prensa que Toledo iba a ser su propio ministro. En el mismo viaje acompañé a Toledo al FMI para reunirnos con su jefe, Horst Köhler. Eliane también vino y, al principio de la conversación, no dijo nada. Pero luego decidió intervenir con comentarios punzantes y dejó boquiabiertos a los metódicos funcionarios del Fondo. Otro episodio desagradable ocurrió en la primera Navidad del gobierno, en 2001, cuando Toledo invitó al gabinete a un brindis en Palacio. Cuando Nancy fue a saludar a Eliane, a quien veía por primera vez, le tendió la mano y Eliane se la dejó en el aire. No le respondió el saludo y, por el contrario, dijo en voz alta: «Yo no saludo a la esposa del ministro de Economía». Fue un desplante que no me explico. Nancy, alterada, se marchó y me jaló hacia la Catedral, frente al Palacio, a la cual íbamos a ir de todas maneras, pero llegamos temprano y fuimos a saludar al cardenal Juan Luis Cipriani.

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Eliane tiene una maestría en Antropología en la Universidad de Stanford, donde conoció a Toledo. Tenía una simpatía genuina por los pueblos nativos del Perú y sus culturas, pero le era difícil expresar esta simpatía sin, al mismo tiempo, lanzar insultos contra los «pitucos» de Lima. Su dureza al expresarse contribuyó a la impopularidad de Toledo y fue una piedra en el zapato durante su gestión. Hubo, sin embargo, otros incidentes más divertidos, como aquel durante un almuerzo en la Casa Blanca en mayo de 2006, cuando el presidente George W. Bush, sin darse cuenta del tema que lanzaba, le preguntó a Eliane cómo nos estaba yendo con la recuperación de las antigüedades de Machu Picchu. Estas piezas, desde que Hiram Bingham las había «descubierto», estaban guardadas en la Universidad de Yale. Bush, graduado de esa universidad, empezó a comentar que casi todos los profesores en Yale eran un montón de socialistas y que el Perú tenía que hacerle un juicio a la universidad. Eso estimuló el entusiasmo de Eliane, que era imparable y el gobierno enjuició a Yale.

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La Constitución del Perú designa dos vicepresidentes y, cuando el presidente viaja al exterior, después de recibir el permiso del Congreso, uno de ellos se encarga de sus funciones. Raúl Diez Canseco Terry era el primer vicepresidente y le encantaba ejercer el cargo. Era un empresario talentoso, sobrino de Fernando Belaunde, y le fascinaban las cosas ceremoniosas de la presidencia. En cuanto Toledo se iba de viaje, algo que ocurría con frecuencia, Diez Canseco se instalaba en Palacio y hacía que sus edecanes llamaran a los ministros. Sonaba el teléfono y el edecán decía: «El presidente quiere hablar con usted». Uno solía responder: «¿Cómo así?», ya que se sabía que Toledo estaba volando al extranjero. Y el edecán, en seguida, aclaraba: «No, no, es el presidente Raúl Diez Canseco quien lo llama».

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Luego de la renuncia de Diez Canseco a mitad del gobierno, la misma situación ocurría con el segundo vicepresidente, David «Payasito» Waisman. Waisman, incluso, una vez me citó en Palacio y lo encontré reunido con unos industriales observando el libro de aranceles en el capítulo de «botones y cierres». La intención de esa reunión era aumentar los aranceles de su importación. Toledo no estaba ni enterado y Waisman insistía en hacerlo. Yo me opuse y su propuesta, por suerte, jamás llegó a concretarse.

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De los congresistas en la lista de Toledo en Perú Posible, había varios especiales: de uno se rumoreaba que era hijo de un rey de la droga; otro había sido acusado de asesinato, otro juró como congresista «por Dios y por la plata». Con los once congresistas del Frente Independiente Moralizador (FIM), liderado por Fernando Olivera, el gobierno tenía 57 de los 120 escaños en el Congreso. No era una mayoría, pero sí una cantidad viable en el parlamento unicameral.

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El problema fue que los cincuenta y siete, poco a poco, fueron desertando. En 2003 la popularidad de Toledo se desplomó hasta el 8 %, en parte porque mi sucesor como ministro de Economía, nada menos que Javier Silva Ruete, no quiso cumplir con el aumento prometido a los maestros. Además, la gente del FIM era impredecible. Olivera, que había luchado tanto contra Fujimori como contra Alan García, tenía una personalidad a veces beligerante y los congresistas del APRA lo detestaban como ministro de Justicia. Su presencia agitaba a la oposición. Sin embargo, puedo decir que era una persona intensamente dedicada: vivía en austeridad, en un departamento donde no había ni siquiera sillas, donde era difícil encontrar dónde sentarse. Toledo no funcionaba si él no estaba a su lado. Cuando Olivera dejó el ministerio, a mediados de 2002, fue designado embajador en España. Toledo lo llamaba constantemente por teléfono para hacerle consultas.

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«Oli», como le decíamos, se metió en algunos líos innecesarios, como su pelea con el cardenal Cipriani, que era admirador de Fujimori. Aparecieron unas supuestas cartas de los obispos de Puno que acusaban a Cipriani de graves faltas. Las cartas eran falsas, pero Olivera, siendo ministro, viajó a Roma para entregarlas al Vaticano. Esto causó problemas serios con la Santa Sede. El día que asistimos a la última misa del gobierno de Toledo en la Catedral, antes de despedirnos del Congreso, en su sermón Cipriani se refirió a las cartas y las criticó con dureza. Cuando terminó la misa, el cardenal se acercó a Toledo y le dijo varias cosas en el oído, cosas que yo escuché, pues estaba arrodillado a su lado. Doy fe de que fueron durísimas.


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