Se jodió cuando se dejó penetrar por la industria del narcotráfico, como bien lo advirtió Vito Corleone. O cuando los delincuentes cambiaron la noble arma blanca por la granada robada al Ejército. O cuando pasamos de Pelayo Cáceres, el policía que capturó a ‘Tatán’, quien se batía a duelo por amor, a su nieto Julio Guzmán, quien se dio a la fuga dejando atrás rosas rojas, arroz chaufa y velas encendidas consumiendo en llamas su garzonier.

Atrás quedaron los tiempos de ‘Carita’ y ‘Tirifilo’, dos ‘faites’ que se batieron a duelo de chaveta el 2 de mayo de 1915. Una épica barrial que inspiró el valse “Sangre criolla”. Eran épocas en que los caballeros resolvían sus disputas a duelo de florete o pistola. O de ‘chaira’, como fue este el caso. Con testigos, a una hora pactada y en un lugar acordado. Hoy en día, el golpe avisa. O, mejor dicho, el balazo.

Eran las décadas de los bravos, achorados y guapos. Los años de ‘pájaros fruteros’ que entraban a prisión para aprender de historia, política y realidad nacional, fina cortesía de los presos políticos del pabellón de al lado. Foucault se equivocó: los colegios no eran cárceles. Era exactamente al revés.

Eran tiempos en que Django iba a ver la escena del techo de su propia película y el ‘Negro Gavilán’ —lugarteniente de ‘Tatán’— jugaba ajedrez con el escritor Guillermo Thorndike. O en que un célebre abogado como Carlos Enrique Melgar, con terno morado y otorongo de mascota, defendía ardorosamente a Luis D’Unián Dulanto. Había códigos para robar, rituales carcelarios, formas dentro del hampa. Hoy por hoy, la vida apurada del ‘Maldito Cris’ se acaba antes de que siquiera empiece la audiencia judicial.

Tampoco se trata de idealizar al viejo crimen organizado, oxímoron que en el Perú encuentra evidente protección en su contraparte política: el crimen desorganizado. Sobre todo en estos tiempos en que un gerontocrático (o ‘gerentocrático’) expresidente, una empleada y un chofer configuran una organización criminal. Pero es cierto que los delincuentes y los políticos —que muchas veces eran la misma persona— eran un poco más civilizados. Éramos más pobres pero más cultos. Pero en algún momento el delito de guante blanco derivó en el ‘picadillo’ venezolano, cruenta metáfora culinaria. Y no es que la culpa sea de los vecinos del norte, exactamente. Pero cuando las distancias se acortan y la crisis económica se agudiza, el crimen deja el terno y la corbata. Avatares de la globalización.

En ese trance, Lima cambió. “Lima era muy apretada dentro de las murallas”, explica el historiador Guillermo Lohmann. En sus primeros años, la capital no podía crecer más allá de sus límites. Lima era la capital, sí, pero la cabeza del reino era el Cusco: la ciudad imperial que había encabezado el Tawantinsuyo. “Lo que se ubicaba en Lima era solo la burocracia del Virreinato: la corte de apelaciones, la real audiencia y la sede del Virrey”, explica el historiador Mauricio Novoa. “También hubo brevemente una audiencia en el Cusco”, agrega. “No hay mayores diferencias entre las catedrales de Lima y las demás ciudades”, teoriza. “Lo mismo para la organización militar del siglo XIX”. Orbegoso controlaba Trujillo, los hermanos Diez Canseco manejaban Arequipa y Gamarra tenía su base en el Cusco. Los batallones de cada caudillo regional hacían sentir su fuerza. Por eso la independencia se definió en la sierra sur y la guerra con Chile se acabó en la sierra central. “El no tener un ejército central reflejaba hasta qué punto no teníamos un Estado central. Parafraseando a Valdelomar, al no haber un estado central, no había centralismo. Y al no haber centralismo, no había Lima”, ensaya Novoa. Lima no pintaba en esa historia, aunque la sigan culpando de todos los males y centralismos nocivos.

Si durante el siglo XIX las provincias mandaban sobre Lima, a lo largo del siglo XX Lima se transformó completamente en una ciudad de provincia, en el principal destino de los migrantes de todo el país. Y se desbordó de sus propios límites. Hoy, hay más provincianos viviendo en la capital que llegando a “La Toma de Lima”, ya sea la primera, la segunda, la tercera o la precuela de la saga castillista. Los promotores de la protesta que acaba de conmemorar su primer año de vida olvidan convenientemente que el 32% de los limeños —según una encuesta de Ipsos de 2016— no nació en la capital. Ellos pertenecen a la tercera generación de nuevos vecinos que, sumada a las dos anteriores, conforman la inmensa mayoría de habitantes de la ciudad. Además, y contradiciendo las arengas castillistas, casi dos tercios de los presidentes peruanos tuvieron orígenes provincianos. “Es muy difícil encontrar algún habitante de Lima que no tenga alguna raíz provinciana reciente”, explica el investigador de mercados Rolando Arellano. La paradoja es elocuente. Cada año Lima se vuelve más multicultural, más migrante, más todas las sangres. Irónicamente, cada vez se cuestiona más su centralismo, su racismo y su supuesta indiferencia. Lima no es el epicentro del país, pero sí el de las críticas interesadas.El mismo criterio podría aplicarse a la inseguridad ciudadana. Es cierto que Lima es el centro del comercio y que el 82% de los limeños, según Ipsos (agosto de 2023), se sienten inseguros en las calles de la ‘Lima cuadrada’, bautizada así no por la acepción delincuencial, sino porque, aunque tenía forma de triángulo, sus calles eran cuadradas. Sin embargo, basta ver el mapa de la violencia para constatar que las fronteras del país son tierra de nadie. Entre la regionalización y la globalización, la delincuencia contabilizable de San Juan de Lurigancho termina siendo una anécdota al lado de los muertos enterrados en minas ilegales de Pataz, los NN en Desaguadero, los caídos por la ruta de la amapola en Cajamarca, las muertes en el Vraem y las organizaciones criminales que controlan los pasos y ‘pases’ a Ecuador, Brasil y Bolivia. La materia prima del crimen organizado está en las ricas provincias cerca de las fronteras, las que convenientemente parecen abandonadas a merced de la delincuencia nacional e internacional.

La diferencia es que fuera de Lima nadie lleva la cuenta. Pocos saben y menos se quieren enterar de lo que sucede. Y esos cuantos se callan, convenientemente para que los caudillos regionales del siglo XXI sigan cosechando riquezas.

Y es que, en los extramuros de la ciudad letrada, no todos los muertos aparecen en los titulares de los diarios ni en los canales de televisión.

Si algo caracteriza la delincuencia en Lima, más bien, eso parece ser su carácter plural. Si antes la ‘China’ Javier Peralta podía acuchillar al criollo ‘Tatán’ por la muerte de su pareja el ‘Zambo’ Víctor Pizarro, hoy un ‘lobo’ ecuatoriano, un ‘gallego’ venezolano y un ‘pulpo’ peruano pueden comprender una organización criminal.

Demostrando de paso que lo más democrático siempre fue el crimen.