Toros, gallos y derechos. (Foto: GEC )
Toros, gallos y derechos. (Foto: GEC )

Se criticó mucho al TC la semana pasada por no prohibir las corridas de toros y peleas de gallos. Pero más allá de la dicotomía barbarie versus cultura –como se planteó el debate–, no podía hacerlo porque para ello tendría que (i) reconocer a los animalistas el privilegio de imponer su sensibilidad a terceros; o (ii) reconocer derechos constitucionales a los animales.

En el caso (i), los únicos (humanos) afectados son quienes consideran intolerable que se haga sufrir a un animal. El problema con ello es que somete las libertades a plebiscito, o aprobación mayoritaria. Martha Nussbaum, filósofa (progre) de la Universidad de Chicago, demostró que leyes conservadoras como las que prohibían la sodomía en el fondo protegían jurídicamente la sensibilidad (el asco) de los homofóbicos. Pero si una conducta no daña a terceros (humanos) de manera física, patrimonial o en un sentido que no se limite a una desaprobación moral-emocional, no debería prohibirse.

La otra sería dar “derechos” a los animales. Así lo hace la ley contra el maltrato (y otras), pero no la Constitución. Aunque la moda intelectual liderada por el australiano Peter Singer pretenda eso, no es viable desde una sociología política. Porque los derechos tienen como fuente el “pacto social” (una metáfora) y este solo es posible entre interlocutores que se reconocen iguales. Como afirmaba el politólogo italiano Norberto Bobbio, no hay reconocimiento unilateral ni unidireccional. Debe ser recíproco. Los animales no pueden reconocernos como iguales; no podemos formar una comunidad política ni un pacto social con ellos. No son, por ello, sujetos de derechos aunque la ley así lo declare (retóricamente).