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Redacción PERÚ21

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Cuando chica, alrededor de los 11 años, ocurrió algo que dio sentido a todo lo vivido antes y lo que vendría después. Era la noche en que se repartían diplomas por el desempeño académico. Alumnos y familiares colmaban el auditorio. Ella se encontró con una amiga de su mamá, por quien preguntó. La mamá no venía nunca a nada que tuviera que ver con el colegio. Le compraba un lindo vestido, ella misma la peinaba y la mandaba sola a las ceremonias, kermeses o cumpleaños. Inventó alguna excusa y la señora le dijo, toda orgullosa, que estaba segura de que su hija iba a recibir un reconocimiento más tarde.

Es algo que no ocurrió, la chica no era buena alumna. Me lo dice con pena a pesar de los años transcurridos. Ella, como siempre, fue primer puesto. No hay presunción, tampoco soberbia. Es una descripción de un estado de cosas, como cuando se dice que, al igual que todos los inviernos, hizo frío. Aunque ser durante toda la escolaridad primer puesto es un logro —si predice o no algo para el futuro es otro asunto—, el relato suena a una obra sin público, a un mérito solitario. Claro que uno no hace las cosas para que alguien nos las festeje, pero hay ciertos testigos que uno quiere tener. "Mi amiga tuvo madre, pero no diploma; yo tuve diploma, pero no madre", concluye.

Cuando le tocó ser mamá, decidió que siempre estaría presente, que no soltaría, que supervisaría, que asistiría a todo, que sería testigo permanente, acompañante incansable. Pero, al mismo tiempo, que esperaría y exigiría resultados y reconocimientos. Una combinación incómoda que deja profundamente insatisfechas y frustradas a su hija, que siente demasiada mamá, y a ella misma, que no ve diplomas.

Roberto Lernerhttps://blogs.educared.org/espaciodecrianza/