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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Somos domesticadores inveterados. Curiosidad y paciencia produjeron plantas y animales útiles. Salvo los perros, nuestros fieles amigos, que de tanto experimentar con sus genes los llenamos de taras.

Grandes pensadores jugaron con la idea de aplicar lo anterior a nuestra especie. Para que hubiera más personas como ellos y menos menesterosos, de otro color, otros. Platón sugirió que solo los mejores ciudadanos pudieran procrear. Hubo que esperar el siglo XIX, para que Francis Galton —primo de Darwin— propusiera aplicar las leyes de la herencia para lograr el equipo soñado humano.

Galton no buscaba medidas compulsivas, solamente educar y convencer. No fue el caso de quienes siguieron y el siglo XX vio cuotas para inmigrantes y esterilizaciones forzadas, hasta llegar a la insania nazi. Lo anterior, sin embargo, tenía más que ver con lo político y social que con manipulación biológica.

La medicina venció grandes males con estrategias curativas y preventivas. El sueño eugénico, se trasladó a la profilaxis de los males hereditarios. Pero diseñar bebés perfectos siguió siendo un deseo latente. ¿Por qué no bancos de esperma de premios Nobel? A partir de 1950 la realidad comenzó, rápidamente, a alcanzar y sobrepasar la ficción: bebés probeta, terapia genética y manipulación del ADN son técnicas convencionales.

¿Bebés a la carta? ¡Cuidado! Los genes no actúan de uno en uno, sus interacciones son impredecibles y son susceptibles al entorno. La ciencia no debe excluir la ética. Y, finalmente, ¿estamos seguros de no querer ser sorprendidos por nuestros hijos y descubrirlos a medida que ellos y nosotros nos desarrollamos, en lo bueno y lo malo?

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