"El director técnico de la selección mira directo a los ojos de Otárola. Está agotado y quiere saber, por fin, qué estaba haciendo allí".
"El director técnico de la selección mira directo a los ojos de Otárola. Está agotado y quiere saber, por fin, qué estaba haciendo allí".

Luego de un cansado e inacabable viaje, de casi un día entero, Juan Reynoso, el director técnico de la selección de fútbol, sale del aeropuerto Jorge Chávez. Va arrastrando su maleta con ruedas y muestra un semblante serio, apagado, como si llevara colgado en el cuello un aviso de “No molestar”. Sin embargo, no puede evitar hacer un gesto de desagrado cuando descubre que un grupo de periodistas lo está esperando. Reynoso sigue caminando y, ante la lluvia de preguntas y comentarios superpuestos, les lanza: “Nadie los citó aquí” y sigue su camino. Unos pasos más, se encuentra con otra persona. Piensa que es un periodista rezagado o uno que cree que estando solo le podrá arrancar alguna declaración distinta. “A ti tampoco te he citado”, le dice. “Se equivoca, señor Reynoso”, le responde, “soy su chofer”.

Durante el trayecto, Reynoso tiene la mirada hacia fuera de la ventana del auto y observa la ciudad gris, sin amor. De golpe, le brillan los ojos al recordar el partido victorioso contra Corea del Sur, pero las sombras vuelven al rememorar la trágica y dolorosa goleada ante Japón. ¿No debió hacer tantos cambios de un partido a otro? ¿Hizo mal en poner a Lapadula y Guerrero juntos? ¿Se equivocó al poner de titular a Cueva y a Peña? Estas y otras preguntas rondaban por su mente cuando, de súbito, extrañado, abrió los ojos más de lo normal.

-¿Por qué estamos en la Plaza de Armas? Esta no es la ruta -le dice al chofer.

-Claro que es la ruta. No ve que ya llegamos a Palacio de Gobierno.

-¿A Palacio de Gobierno?

-¿Cómo? ¿No le habían dicho? Usted tiene una cita con la presidenta.

El auto ingresó por la puerta de la calle Desamparados. Un par de agentes vestidos de civil escoltan a Reynoso al interior de Palacio y lo conducen a las oficinas de la Presidencia del Consejo de Ministros. Solo un par de minutos después, el director técnico de la selección se encuentra en el despacho del premier.

-Profesor, siéntese por favor -le dice y Reynoso obedece-. Soy Alberto Otárola. Me dicen que nadie le avisó que lo iban a traer aquí. Me disculpo por eso.

Reynoso asiente con la cabeza.

-También me disculpo porque la presidenta Boluarte no ha podido recibirlo. Lo que pasa es que la mandé para que me reemplace en algunas actividades. Soy un hombre muy ocupado.

-¿Usted la mandó?

-¿Eso dije? Me equivoqué. Quise decir lo contrario.

El director técnico de la selección mira directo a los ojos de Otárola. Está agotado y quiere saber, por fin, qué estaba haciendo allí.

-Me imagino que se estará preguntando para qué lo hemos llamado.

-Es exactamente lo que me pregunto.

-Yo se lo voy a decir.

Otárola se inclina hacia atrás, empujando su espalda contra el respaldo de la silla. Con los codos sobre los reposabrazos, da un largo suspiro.

-Profesor -dice Otárola- ¿qué pasó con el equipo?

Reynoso arruga la frente y achina los ojos.

-¿Perdón…?

-Tampoco es necesario que me pida perdón -dice Otárola-. Solo quiero saber qué pasó con el equipo. El viernes todos estuvimos contentos con la victoria. El martes madrugamos para ver otro triunfo, pero fue un desastre. Japón nos metió un baile de aquellos. ¿No cree que debió jugar un 5-4-1?

-No entiendo.

-Fíjese que si usted no entiende de tácticas…

De súbito, Reynoso se pone de pie. El sonido del arrastre de la silla rebota en las paredes de la oficina.

-Usted puede ser todo el premier que quiera -dice Reynoso-, pero yo me retiro. No tengo por qué seguir escuchándolo.

Otárola se levanta de la silla.

-Profesor, por favor. Creo que hemos empezado con el pie izquierdo. ¿Por qué no nos sentamos y nos tranquilizamos? Déjeme explicarle ahora sí para que lo hemos llamado.

Una luz conciliadora aparece en la mirada de Reynoso, mientras que el premier esboza una calculada sonrisa. Luego, ambos, con la mirada enganchada entre sí, se vuelven a sentar.

-Profesor, mire, usted debe saber que el país está pasando un momento complicado: la inseguridad está descontrolada, la economía apenas está creciendo, hemos bajado en el ranking de competitividad y a nivel social el descontento crece y hay amenazas de nuevas revueltas. Todo eso me preocupa mucho en mi condición de presidente.

-¿Presidente?

-Claro, presidente…del Consejo de Ministros.

-Entiendo. Y yo como peruano también comparto esa preocupación.

-Pero, profesor, usted no es un peruano más. Usted es el responsable de nuestra selección. Y usted sabe que mientras nos vaya bien en el fútbol la gente va a estar contenta. Ni siquiera el hambre impide que la gente grite un gol. ¿Me entiende?

-Entiendo la importancia del fútbol, pero el deporte no se debe mezclar con la política.

El premier hace un puchero y empieza a mover la cabeza, como si estuviera llevando el ritmo de una canción.

-Lo sé, pero a veces es inevitable. Mire, le voy a confesar algo, profesor. Después que Japón nos metió tremenda goleada, la presidente me dijo que llame a Gareca.

Una vena aparece y sobresale en la sien derecha de Reynoso.

-¿Llamaron a Gareca?

-Sí, yo personalmente lo llamé.

La respiración de Reynoso comienza a escucharse con claridad. Su rostro empieza a calentarse.

-¿Y de qué hablaron? ¿Qué le dijo?

-Nada -responde Otárola- nunca me respondió.

-Me parece o me está lanzando una advertencia.

-No, para nada. Solo quiero que entienda que el éxito de la selección es vital para mi gobierno.

-¿Su gobierno?

-Mi gobierno, su gobierno, el gobierno de todos los peruanos.

-Entiendo.

-¿Con quién jugamos nuestro primer partido de las eliminatorias?

-Con Paraguay, de visita.

-¿Y después?

-Luego viene Brasil aquí, Chile allá y Argentina aquí.

Otárola alza sus hombros.

-¿Y cuántos puntos planea tener al final de esos partidos?

-Los puntos que vaya a tener -responde Reynoso, con fastidio.

-De acuerdo, profesor. Pero ni uno menos.

En el camino de regreso a su casa, ya lejos de Palacio de Gobierno, Reynoso repasa en su cabeza, una y otra vez, el extraño y breve encuentro con el premier. Por la ventana del auto, mira de reojo a la gente, a la ciudad. En ese momento, una sonrisa franca y brillante le brota en el rostro. Acaba de entender cómo puede resolver todas sus dudas sobre quienes deben jugar y quienes no. “Lo voy a llamar”, piensa, “ojalá que a mí sí me responda”.

El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!