JUAN VELASCO ALVARADO
JUAN VELASCO ALVARADO

Desde siempre, la humanidad ha escrito innumerables obras tratando de responder las preguntas trascendentales de nuestra existencia: ¿hay vida después de la muerte?, ¿hay vida antes?, ¿esto es vida? Ahora bien, que una vez en ultratumba nadie haya escrito más –sobre ese tema ni sobre ningún otro–, parece una clara señal de que, en verdad, no hay luz al final del túnel. Sin embargo, en contrapeso metafísico, huelgan las historias de manifestaciones paranormales. Una de ellas, donde el límite entre las dimensiones material y espiritual se vuelve indistinguible, ocurrió hace pocos días en la sede de Palacio de Gobierno.

Eran más de las 8 de la noche y en la oficina presidencial, Pedro Castillo y su sombrero revisaban el informe de las noticias del mes pasado. A cada página nueva, el presidente movía la cabeza a los lados, mientras recordaba, sin asombro, cómo funcionarios de su gobierno habían sido desautorizados, minimizados y hasta ninguneados sin contemplación por la oposición, es decir, por otros funcionarios de su gobierno.

De pronto, empezaron a tocar repetidamente la puerta del despacho. “Pase”, dijo Castillo, con desgano. Apenas terminó de hacerlo, su edecán irrumpió en el lugar junto con una señora. La mujer tenía entre 60 y 65 años, vestía una larga túnica, de tonos oscuros y con varios collares que colgaban de su cuello. El edecán llevó a la señora hasta una silla y, en seguida, se acercó a Castillo.

-Perdón por entrar así, señor presidente. Pero se trata de un asunto de suma urgencia.

-¿Tanto así? -preguntó Castillo.

-Si no es ahora, no sabremos cuándo podrá ser.

Castillo pareció no inmutarse. Luego observó con atención a la señora que, además de revolotear los ojos por todo el despacho, seguía sentada, en silencio.

–¿Quién es usted? -preguntó Castillo, mirándola directamente.

-Ella es una médium -se apresuró en responder el edecán.

-¿Y eso qué es?

-Mmm, dígame, ¿usted sabe qué hay en el más allá?

Castillo achinó los ojos y asintió.

-La Plaza de Armas.

-Yo me refiero a lo que hay en el otro mundo. Usted sabe, los espíritus y cosas así.

-¿Y eso es urgente para usted? -preguntó Castillo.

El edecán miró entonces a la mujer, como pidiéndole ayuda. La señora se levantó y, sin mayor ceremonia, se acercó hasta el escritorio de Castillo. Luego se dirigió a él, resuelta.

-El general Juan Velasco Alvarado quiere hablar con usted.

-¿El general Velasco?

-Sí, y si no me conecto hoy con él, no sé cuándo podré volver a hacerlo.

El presidente respiró hondo, se arrellanó en su silla y asintió.

-Bueno, ya, a ver, cómo es esta vaina.

Sin perder tiempo, la médium le pidió al edecán que coloque dos sillas frente a frente. Una vez que estaban en su lugar, ella y el presidente se sentaron. La mujer, de pronto, lo tomó de ambas manos, le pidió silencio y cerró los ojos. Y, mientras la señora murmuraba una mezcla de oraciones, salmos y frases ceremoniales, Castillo empezó a sentir que su respiración se aceleraba.

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Entonces, de pronto, como un ramalazo, la mujer adquirióM un semblante diferente. Castillo no sabría cómo explicarlo, pero sintió que la señora que tenía ante sí era ya otra persona. Ante la profunda atención del presidente, la mujer abrió la boca.

-Pedro -dijo la voz, grave y gutural.

Apretando con más fuerza las manos de la mujer, Castillo inclinó su cuerpo hacia atrás, casi instintivamente.

-No lo puedo creer. ¿Es usted, general?

-Sí, me ascendieron en el 59.

-Entonces sí es usted.

-Pero claro que soy yo. Es decir, este no es mi cuerpo, pero yo soy el que te habla.

-Mi general -dijo con la voz temblorosa-. Qué gusto escucharlo.

-Ya era hora. Hace días que quería comunicarme contigo.

En una esquina, casi escondido, detrás del mueble, el edecán se llevó la mano a la frente y comenzó a persignarse.

-Yo recién me entero de que quería hablar conmigo. Igual he estado muy ocupado. Usted sabe. Gobernar toma tiempo.

-Lo sé, pero yo no sé qué puedes saber tú de eso. A ver, escúchame. Me enteré de que has empezado la segunda reforma agraria.

-Sí, mi general. Estamos con muchas ganas de seguir su ejemplo.

-¿Mi ejemplo? A ver, explícame, ¿cómo has empezado la segunda si nunca acabé la primera?

Sorprendido, Castillo miró a su edecán, como pidiendo alguna explicación. Este solo atinó a encogerse de hombros.

-Pero mi general -dijo el presidente-. Me sorprende.

-¿Por qué? Seguro pensaste que estaría contento.

-En realidad, pensé que estaría muerto.

-Dime, ¿tú crees que mi reforma fue exitosa?

-Claro, acuérdese. El patrón nunca volvió a comer del sudor del campesino.

-Es verdad -dijo la voz-. Pero el campesino tampoco volvió a comer.

-No me diga eso, mi general. La gente lo recuerda con cariño.

-Ciertamente, yo lo hice con la mejor intención, pero las cosas no terminaron como hubiera querido.

-Lo importante es que se tenía que hacer algo y usted lo hizo.

-Mira, mi reforma fracasó porque hice las cosas a medias. Debes iniciar un proceso de expropiaciones en todos los sectores.

-Quédese tranquilo, mi general. Tenemos un plan. Ya hemos logrado que el Congreso baje la guardia, pero la Asamblea Constituyente va de todas maneras. Además, vamos a ser gobierno el tiempo necesario para transformar este país.

-¿Solo lo necesario?

- Solo lo necesario. Ni un siglo más.

-Ya veo.

-Mi general, usted me perdonará por la pregunta.

-Pregúntame nomás.

-Es que no puedo con la curiosidad. Dígame, ¿qué se siente estar así, en el limbo, como si no existiera?

-Pues, ¿qué te digo? – dijo la voz-. Más o menos como te debes sentir en Palacio.

De pronto, la mujer cerró la boca, soltó las manos de Castillo y se dejó caer, exhausta, sobre el respaldar del mueble. Apenas abrió los ojos, el edecán se acercó hasta ella y le ofreció un vaso de agua.

-¿Qué pasó? -dijo Castillo-. ¿Y el general?

-Se cortó la señal -dijo la señora, apenada.

La noche cuando el edecán y la señora salieron del despacho presidencial, Castillo volvió a su sillón. Enganchó su mirada en un lugar cualquiera y quedó sumido en un profundo silencio. Más allá de los asuntos terrenales, el presidente quedó maravillado al testificar, sin asomo de duda, que, en efecto, nuestra existencia no culmina con nuestro último respiro. Entonces, una repentina y creciente angustia le invadió el pecho. Si, como acababa de comprobar, lo que nos esperaba era la eternidad, entonces, en su caso, más o menos cuántos sombreros tendría que empacar.

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