El arqueólogo y explorador doctor Jones de la Universidad de Indiana acaba de hacer público su más reciente hallazgo: una carta. Esta misiva no solo relata, de forma cruda y real, los detalles íntimos de una aventura sin par, sino, además, da una nueva y aleccionadora mirada a la participación de nuestro país en la Segunda Guerra Mundial. ¡Qué mejor regalo para quienes son aficionados a la historia!

A continuación, mostramos la transcripción de la carta que este héroe anónimo entregó a la posteridad y, según el remitente, a una tía que vivía en Chancay. Antes, sin embargo, debemos advertir que su lectura puede herir susceptibilidades por su crudeza y por alguna que otra falta de ortografía.

Aquí la transcripción de la misiva:

En marzo de 1943, el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas me llamó para asignarme una misión secreta: viajar a la Gestapo, introducirme en Hitler y matar a Alemania. Bueno, hay que ajustar algunos detalles; quizá el orden de los hechos requiera una modificación, pero la idea era esa. Acepté de inmediato el reto: por mi patria, por la paz mundial y porque –valgan verdades– tampoco tenía planeado nada para el fin de semana.

El jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas me felicitó; encomió mi valentía y me aseguró que tenía una cita impostergable con la historia. Le agradecí, pero le dije que debía irme cuanto antes porque, en verdad, la cita impostergable la tenía con el dentista.

Apenas llegué a la Alemania nazi, me dirigí al local de la Gestapo. Pasé dos días enteros caminando en los alrededores, estudiando los horarios de entrada y de salida. Tenía que haber alguna forma de entrar. Al tercer día seguí caminando en los alrededores, pero ya algo desanimado porque no sabía cómo lograr el ingreso. Entonces sucedió. Pude entrar de la manera más imprevista: me arrestaron por conducta sospechosa.

La misión ya estaba en marcha. Me metieron en una especie de gran jaula, parecía de esas de pajaritos, por la forma de los barrotes y por el alpiste en el suelo. Enseguida, pedí audiencia con el mismísimo Hitler. Me comunicaron que iba a ser imposible que Hitler aceptara mi visita porque se encontraba en una barbería, en pleno retoque de su bigote recortado. Entonces, en su lugar, aparecieron dos tipos. Uno era el encargado de Relaciones Públicas de la Gestapo llamado Gregor Strasser; y el otro, no.

Insistí en que debía ver al Führer pues tenía una información valiosa que darle. Strasser me dijo, con la mayor cortesía posible, que mientras se concrete mi reunión con el hombre fuerte del Tercer Reich, estaba muy interesado en averiguar cuántos voltios podía resistir mi cuerpo. Por suerte, las sesiones de electricidad no duraron demasiado. El último recibo de luz había enfurecido al Führer, me confesó Strasser.

Una noche, en forma inesperada, aparecieron los asistentes de Strasser. Me encapucharon, me subieron a un coche y partimos. Cuando llegamos, me sacaron a rastras hasta una habitación. Solo entonces me sacaron la capucha.

Fue increíble. Frente a mí estaba el objetivo mismo de mi misión. No había forma de no reconocerlo. Tenía un bigote recortado a los lados, una mirada siniestra y un gafete en su uniforme que decía: Hitler.

El hombre más odiado en todo el mundo se encontraba frente a mí. Entonces se acercó y me pidió que le dijera eso tan importante que tenía que decirle. Vi que en el lugar solo estábamos los dos y comprendí que ese era el momento, la oportunidad que Churchill, Roosevelt y yo habíamos estado esperando.

En Perú, antes de partir –después hubiera sido muy complicado– me entregaron un arma pequeña que ahora estaba oculta y atada a mi tobillo. Era muy artesanal y solo podía dispararse una vez. Estando a un metro de él, saqué el arma. El Führer, furioso, empezó a gritarme y llamó a su seguridad. En seguida, entró un soldado, con la novedad de que los miembros de la seguridad estaban jugando fulbito contra la seguridad de Mussolini. Hitler estaba molestísimo, y se puso peor cuando el soldado le dijo que estaban perdiendo.

Entonces, en medio de la confusión, disparé.

Lo que siguió fueron sucesos que apenas alcanzo a recordar. Un grupo de soldados en shorts ingresó y me golpeó sin cesar y sin César, que era el jefe de la seguridad. Luego sentí que me metieron en un auto y me encapucharon y me llevaron otra vez a la Gestapo.

Estoy a punto de morir, me queda la duda si logré o no asesinar a Hitler; debí haberle disparado en la cabeza, pero ese bigote me distrajo. En cualquier momento, los asistentes de Strassen vendrán por mí y será el fin. Si alguna vez se encuentra este texto, quiero decirle a mi familia que me recuerden con alegría y que por favor no lloren por mí; claro que si lloran, tampoco es que me vaya a molestar.

Fin de la misiva.

Sobre el autor de la misiva, el doctor Jones asegura que quizá se trata de un peruano o extranjero, de unos 20 o 40 años, quizá blanco, mestizo o negro. O quizá no.


El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!