El bien llamado “salud pública” tiene que anteponerse a los estúpidos egoísmos, señala la columnista. (Foto: Getty Images)
El bien llamado “salud pública” tiene que anteponerse a los estúpidos egoísmos, señala la columnista. (Foto: Getty Images)

Después de 18 meses de lucha, de más de 100,000 muertos, de un duro confinamiento, de toques de queda, de recelos mutuos, de esperanzas contenidas, y sobre todo después de que científicos pusieran lo mejor de su conocimiento al servicio de la salud pública, y de que países como Alemania, o Estados Unidos dedicaran elevadas sumas de dinero al descubrimiento de la vacuna contra el COVID, en algunos países, por ejemplo, España, empezamos a ver la luz.

España tiene más del 75% de la población vacunada. Estos días se registran apenas 25 contagios por cada 100,000 habitantes. La vida empieza a ser la de antes.

¿Al fin lo logramos? No. Tampoco hay que precipitarse. Las mascarillas siguen siendo necesarias. Las distancias, aunque se acortan, se mantienen, porque todavía quedan núcleos “contaminantes”. Por ejemplo, todas aquellas personas que se niegan a ser vacunadas, en un ejercicio absurdo de la llamada libertad individual. La pregunta que nos hacemos quienes creemos en la eficacia de la vacuna es por qué no se obliga a su uso. ¿No se obliga a los padres a vacunar a sus bebés? ¿Por qué no obligar a un trabajador a vacunarse? Las dudas no las entiendo.

El bien llamado “salud pública” tiene que anteponerse a los estúpidos egoísmos.

Igualmente estúpida es esa ola que ha surgido en España entre los jóvenes que se convocan por miles y miles cada fin de semana para tomar alcohol y llevar a cabo actos vandálicos sin protección. Qué absurda moda. Tan absurda e igual de dañina a la salud que la anterior.

El COVID nos ha hecho mirar la vida de otra forma. A estas insensateces colectivas las llamo egoísmo. Como egoísmo es no pensar en esos países cuyos índices de vacunación apenas alcanzan el 10%. Algo tenemos que hacer.