El expresidente estadounidense Donald Trump. (Foto de Kena BETANCUR / AFP).
El expresidente estadounidense Donald Trump. (Foto de Kena BETANCUR / AFP).

La comparecencia de ante el juez dio lugar a una serie de exabruptos del expresidente contra la “autoritas” judicial. Cuestionó la seguridad de los Estados Unidos por causa de su justicia. Tachó los resultados judiciales de predecibles. No es que lo dijera con afán de alabar la imparcialidad judicial. Más bien, sugirió todo lo contrario: arbitrariedad. Se solazó, pues, en el descrédito judicial.

Es la misma línea que ciertos políticos españoles han emprendido peligrosamente: se lanzan a desacreditar a los jueces a quienes tachan de sectarios, parciales e insensatos. Sin percatarse de que con esta clase de críticas se desautorizan no solo a sí mismos, sino también al sistema democrático, al que ponen en riesgo con su irrespeto.

Frente a ello, lo que interesa es el crédito judicial. La existencia de un poder judicial que no entre en el trapo de esas críticas y que, por el contrario, se ciña a resolver los litigios, en forma, en tiempo (la justicia tardía no es justicia); y sobre todo, sin más sometimiento que al imperio de la ley.

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Bien es cierto que cuando el legislador legisla mal, el Poder judicial poco puede hacer, pero ese poco hacer es tarea magna: resolver con arreglo a los principios democráticos invariables: igualdad, libertad y seguridad. Principios que no por reiterados, carecen de sentido.

“Sin igualdad no hay justicia”, decía Juan Luis Vives, humanista, filósofo, psicólogo y pedagogo valenciano del siglo XVI. Otro Vives, del siglo XX, Tomás, también valenciano, mi maestro y jurista excepcional, hizo de esos principios ley de creación e interpretación jurídica. Por eso se le recordará siempre como el hombre que contribuyó decisivamente al fortalecimiento del Estado de Derecho español.

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