"Las consecuencias de un Estado fallido ya las estamos viviendo, y pueden no tener punto de retorno".
"Las consecuencias de un Estado fallido ya las estamos viviendo, y pueden no tener punto de retorno".

En los días pasados, un rumor fue tomando cuerpo en las redacciones de diferentes medios de prensa. El ministro de Trabajo le había pedido la renuncia a Rosa Gutiérrez, la presidenta de Essalud, pero ella prefería aferrarse al cargo y hacer oídos sordos a la exigencia de su jefe.

El nombramiento de Rosa Gutiérrez hace solo 12 días logró lo impensable en estos tiempos de intolerancia. Un consenso de todos los extremos. Las críticas al gobierno tras su desafortunada experiencia como ministra de Salud vinieron de todos lados, pero el Ejecutivo decidió sostenerla. Pidió paciencia para empezar a ver los resultados de su gestión.

Algo pasó en el camino. En pocos días el gobierno pasó de la paciencia a la intolerancia y, ante la rebeldía de Gutiérrez, ayer domingo hizo oficial su retiro del cargo.

Más allá de la anécdota y los intríngulis de un nombramiento fallido, el caso de Gutiérrez grafica el deterioro al que hemos llegado en el manejo del aparato estatal. No es un tema de este gobierno. Es un mal que con los años se ha vuelto endémico, y quizá una de las principales razones de la crisis que hoy vivimos.

La informalidad y la corrupción creciente de la clase política han traído un grave deterioro de la institucionalidad. Los partidos políticos sólidos parecen estar en vías de extinción, lo que se refleja en la marcha de los organismos estatales.

Los planes a largo plazo desaparecen al mismo ritmo que los funcionarios capaces y comprometidos. El Estado es capturado por la improvisación y las uñas largas. No hay eficiencia, no hay servicio público. Y eso la gente lo nota y por eso protesta. Ya no cree en nadie.

Rosa de lejos, le dice ahora el gobierno a Gutiérrez, y da por cerrado el caso. Pero las consecuencias de un Estado fallido ya las estamos viviendo, y pueden no tener punto de retorno.