Marcha por la Paz. (Foto: Cusco)
Marcha por la Paz. (Foto: Cusco)

Escribo esta pequeña columna con el corazón estrujado por lo que está sucediendo en nuestro querido Perú. La violencia, destrucción y pérdida de vidas nos estremece y enluta a todos. Nos entristecen muchísimo la muerte y las heridas de cada uno de nuestros compatriotas, tanto las de civiles como las de cada uno de los miembros de nuestras Fuerzas Armadas y policiales que arriesgan sus vidas y su integridad en defensa de nuestra paz y de nuestra democracia.

Pero atacar aeropuertos, afectar servicios públicos, incendiar instalaciones de instituciones tutelares, destruir propiedad privada, impedir la libre circulación, bloquear carreteras, poner en riesgo la vida, la salud y el sustento de los peruanos no son formas de protesta; son delitos. Son delitos que rápidamente pueden escalar en más amedrentamiento, más heridos y más muertes. Delitos que se originan como corolario de un fallido golpe de Estado, que, a su vez, se origina en abundante evidencia de corrupción en los más altos niveles del Ejecutivo. Delitos que se camuflan dentro de los reclamos y protestas de nuestra ciudadanía y que buscan generar mayor destrucción, mayor desorden, mayores muertes y mayor respuesta de las autoridades. La violencia como forma de acción política es inaceptable, nos perjudica a todos y debe rechazarse desde todo punto de vista. La violencia como forma de acción política tiene como objetivo eliminar el balance de poderes, generar respuestas desproporcionadas y hacernos menos libres socavando los principios de convivencia de nuestra democracia y de nuestro Estado de derecho. Por eso es que es tan importante defender el orden público garantizando el respeto a los derechos de todos.

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Los peruanos podemos tener, y de hecho tenemos, muchas diferencias políticas. Claramente, todavía queda mucho por hacer y mucho por mejorar. Nuestras diferencias pueden ser superficiales, de forma, de secuencia o muy de fondo, pero donde corresponde mantenernos unidos es en defensa de nuestras vidas, de nuestra integridad, de nuestra paz, de nuestra libertad y de nuestras instituciones democráticas.

Y es que vivir en democracia no implica solamente elecciones libres. También implica equilibrio de poderes, límites al poder, igualdad de derechos y libertad para todos, para la mayoría y para las minorías y, esencialmente, formas de convivencia pacíficas. Vivir en democracia es primordialmente ser capaces de resolver pacíficamente nuestros conflictos a través del diálogo, la negociación y el compromiso.

Esta coyuntura pone en evidencia, nuevamente, el valor de la unidad de propósito, la trascendencia de la solidaridad, la necesidad de la tolerancia y el diálogo, y, especialmente, la importancia de preservar y mantener vigentes nuestra paz y nuestra democracia para seguir construyendo nuestra patria.

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