(Foto: Andina)
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Una de las medidas de política pública que ha demostrado más veces su inefectividad, pero que, sin embargo, sigue siendo promovida y discutida en el debate público de nuestro país y de muchos otros es el control de precios.

Traigo este tema a colación pues esta semana el Congreso ha aprobado dos normas vinculadas a controles de precios, una de ellas en sentido claramente positivo y otra en sentido, más bien, negativo.

La primera, aprobada a nivel de dictamen en la Comisión de Economía, tiene que ver con una suspensión por cinco años a la ley de topes de tasas de interés que fuera aprobada por el Congreso en 2021, conocida en su momento como la “ley de protección contra la usura”. Esta norma era, en el fondo, un control de precios, pues la tasa de interés no es sino un precio (el precio del crédito).

Dicha disposición, aunque seguramente fue promovida con buenas intenciones, en la práctica llevó a excluir a muchos ciudadanos y empresas del acceso al crédito, o los empujó a alternativas informales como los llamados préstamos ‘gota a gota’, con tasas de interés que pueden llegar al 500% al año, y que exponen a los usuarios a las prácticas frecuentemente mafiosas de quienes los proveen. Es decir, una norma que pretendía abaratar el crédito terminó encareciéndolo.

Para entender este resultado, es fundamental comprender cómo funciona el mercado del crédito y, más precisamente, cómo se determinan las tasas de interés cobradas. En esencia, lo que los bancos o cajas hacen es evaluar la probabilidad de que el prestatario no pague la deuda. A mayor riesgo, la tasa de interés que se le cobra será mayor. Por ello, lo que hacen los topes a las tasas de interés es que las entidades financieras opten por no brindar créditos a los individuos o empresas que se encuentran por encima de un determinado umbral de riesgo. Esto, en la práctica, significa que las familias de menores ingresos o las empresas más pequeñas sean excluidas del crédito o deban acceder a él en el mercado informal con tasas astronómicas.

De acuerdo con estimaciones del Instituto Peruano de Economía, la norma de topes de interés aprobada en 2021 ha llevado ya a la exclusión de 220,000 ciudadanos del crédito formal.

Aunque lo ideal habría sido que esta norma se derogue, su suspensión temporal es definitivamente un avance y debe ser ratificada en el Pleno.

La segunda norma vinculada a control de precios aprobada esta semana en el Congreso va, más bien, en la dirección equivocada. Se trata de la prohibición al cobro de comisiones por las trasferencias interbancarias. Nuevamente, podría interpretarse como una norma en beneficio de los consumidores, pero la realidad es distinta si analizamos en mayor detalle sus consecuencias.

Sucede que ofrecer transferencias interbancarias tiene un costo para las entidades participantes, puesto que involucran una serie de procesos de operativos de coordinación, verificación, soporte, entre otros. Estos procesos son llevados a cabo por un actor intermedio llamado Cámara de Compensación Electrónica (CEE), una empresa privada supervisada por el Banco Central de Reserva, que, naturalmente, cobra por sus servicios.

La ley aprobada parece pretender que estos costos pueden desaparecerse vía decreto. La realidad, más bien, es que el costo seguirá ahí, pero los bancos no tendrán posibilidad de cobrarlo a sus usuarios. Esto solo puede llevar a dos escenarios: que el servicio deje de proveerse, o que los bancos que lo continúen recuperen su costo mediante otros cobros que afectarán no solo a quienes hagan transferencias interbancarias, sino a todos los usuarios del sistema bancario.

El segundo escenario es simplemente injusto, y el primero representaría un gran retroceso que afectaría a millones de peruanos que utilizan el servicio de transferencias interbancarias —que el año pasado llegó a un récord 192 millones de operaciones—, quienes probablemente tendrán que recurrir a operaciones presenciales, con los consecuentes costos de transacción y riesgos a la seguridad que estas implican.

Una vez más queda demostrado que las buenas intenciones no bastan para construir buenas políticas públicas y que, a menudo, los supuestos beneficiarios terminan siendo los principales perjudicados.

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