Foto: Midjourney/Perú21.
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Uno de los casos más extremos de contraste entre percepciones y realidades se da en la economía nacional. Gracias al crecimiento económico que se inició en 1991 y se aceleró a partir de 2002, las condiciones de vida de los peruanos mejoraron sustancialmente hasta 2019. Es verdad que el 2020 fue un año terrible por la pandemia y luego el gobierno de Perú Libre llevó a una contracción de la inversión que frenó la recuperación económica, pero eso no debería llevarnos a olvidar el progreso de las décadas previas.

Sin embargo, la percepción hoy sobre cómo estaba su familia económicamente en 2019 en comparación con el año 2000 da un resultado inverosímil: Mejor 33%, Igual 27%, Peor 34%, según registra una encuesta de Ipsos este mes para Perú21 Foro. Evidentemente, el 61% que sostiene que estaba igual o peor desconoce o ha olvidado que la esperanza de vida pasó de 63 años en 1990 a 76 años en 2019; el ingreso per cápita se duplicó en términos reales entre los años 2000 y 2019; la pobreza se redujo de 59% en 2004 a 20% en 2019; y la tenencia de todo tipo de artefactos en el hogar y el consumo per cápita de alimentos se incrementó sustancialmente en esos años.

La dificultad de la ciudadanía para percibir las consecuencias del crecimiento económico no es nueva. Jürgen Schuldt, profesor emérito de la Universidad del Pacífico, publicó en 2004 un valioso libro Bonanza macroeconómica y malestar microeconómico, que analizaba esta contradicción como una consecuencia del exceso de expectativas ocasionado por los discursos oficiales. En mi libro Opinión pública 1921 – 2021, publicado en 2010, profundicé en “la paradoja del crecimiento infeliz” como la frustración de muchos ciudadanos que percibían que, si bien progresaban, lo hacían por debajo de otros que se enriquecían más aceleradamente.

Con el tiempo, algunos investigadores sociales partiendo de este malestar ciudadano han llegado a desdeñar el crecimiento del PBI y buscar indicadores alternativos como la felicidad. Andrés Oppenheimer desarrolla el tema en su libro ¡Cómo salir del pozo!, en el que explora diversas estrategias para superar la insatisfacción ciudadana y relata su viaje al remoto Bután, un país asiático donde se emplea la medición de la felicidad como alternativa al crecimiento del PBI. Lo que pudo constatar Oppenheimer en Bután es que, si bien la educación estaba orientada a la búsqueda de la felicidad, el país no podía impedir que muchos jóvenes emigren por falta de oportunidades de empleo. Su conclusión es que la receta número 1 para avanzar hacia la felicidad es el crecimiento económico. Sin crecimiento no hay reducción de la pobreza y sin reducción de la pobreza no se puede hacer feliz a un pueblo. Como sostiene el exministro de Economía Waldo Mendoza: salvo el crecimiento, todo es ilusión. Mendoza sabe bien de lo que habla porque nació y estudió en Ayacucho.

Para entender las actitudes de la ciudadanía hacia el crecimiento económico, Ipsos realizó un estudio por encargo de Perú21 Foro y encontró que, si bien la mayor parte de la población no es consciente del progreso 1991 – 2019, sí sabe que el crecimiento económico es necesario porque genera empleo, posibilita una mejora en los ingresos de la población y brinda al Estado más recursos tributarios para atender necesidades como seguridad, educación y salud.

La encuesta de Ipsos registra que la mayoría cree en la importancia de mejorar la calidad de la educación para contar con trabajadores más calificados como una vía para acelerar el crecimiento, lo que es correcto. En cambio, la encuesta también encuentra que no hay una comprensión sobre la relación entre inversión privada y crecimiento económico. El hallazgo más relevante del estudio es que existe una gran insatisfacción con la forma en que se han venido distribuyendo los beneficios del crecimiento y esta mala distribución es atribuida, acertadamente, a la corrupción y a la inadecuada inversión de los ingresos tributarios en beneficio de la población.

Del estudio se desprende que la mejor manera de defender la importancia del crecimiento económico –y de la inversión que lo hace posible– es con una posición firme contra la corrupción y exigiendo un mejor uso de los recursos públicos. El sector privado ha desplegado organizaciones valiosas como Empresarios por la Integridad o Empresarios por la Educación e iniciativas meritorias como Trabajadores y Empresarios Unidos contra la Delincuencia y por la Paz, y, sin duda, sería mejor si estas organizaciones y movimientos lograran una convocatoria más amplia y más recursos para adquirir mayor visibilidad e impacto.

Pero probablemente la influencia del sector empresarial sería más eficaz si desarrolla una actitud más propositiva, con una visión más amplia de país. Es decir, no se trata solo de desplegar acciones solidarias o de valor compartido; también es necesario tener una posición más enérgica en contra de la corrupción y con propuestas concretas de mejoras en la gestión pública orientadas a que el Estado cumpla mejor su misión en beneficio de los más necesitados. De lo contrario, esos ciudadanos frustrados quedarán a merced de los populismos más radicales.

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