El gobierno de Vizcarra tiene que andar con pies de plomo. Sobre todo, luego de haber consolidado una victoria política que ha sido celebrada por nueve de cada 10 peruanos y que ha disparado la aprobación presidencial a casi 80%. En casos así, conviene no olvidar que, mientras más arriba se está, la caída duele más.

La disolución congresal fue una movida letal. Usando la analogía de Vergara en su columna “Anatomía de una derrota”, considero que la decisión no salió de la cancha constitucional. Sin embargo, me parece razonable que los congresistas disueltos y las fuerzas políticas diluidas busquen el VAR, en este caso el TC, como último recurso para determinar que Vizcarra realmente no se fue al lateral de la inconstitucionalidad. Si eso es inevitable, ¿por qué Vizcarra se entrampa en amenazas de denuncias a un desprestigiado y disminuido Olaechea por el solo hecho de presentar la inevitable demanda competencial ante el TC?

Amenazar es lo que hace el fujimorismo, como cuando, pocos meses atrás, cocinaron una vacancia, conspiraron para capturar el TC o, a través de sus comisiones investigadores, blindaron a los amigos mientras liquidaron a sus rivales. No es necesario repetir sus mañas para sacarlos del juego de una vez y que dejen de contaminar todo a su paso. La victoria no solo tiene que ser política, sino que debe alcanzar una escala moral. Que el TC determine si se admite o no a trámite la demanda es justamente lo que se tiene que dejar hacer.

Que el TC dirima, siguiendo las recomendaciones de la OEA y de la tan manoseada e intrascendente Convención de Venecia, es, finalmente, la mejor muestra de que vivimos en una democracia donde es posible revisar las decisiones de los órganos del Estado. Eso deja nuevamente fuera de lugar al fujiaprismo que aún no sale de la negación.