(Foto: Jorge Cerdán / GEC)
(Foto: Jorge Cerdán / GEC)

Según todas las encuestas, la inseguridad ciudadana es una de las principales preocupaciones que actualmente tiene la ciudadanía. No es para menos; en algunos distritos y capitales regionales a lo largo del país, hasta da miedo salir a la calle por la noche. Los asaltos, los arrebatos, la violencia callejera y las conductas criminales en las pistas están a la orden del día.

¿Y cómo pretende enfrentarla el gobierno? Según han manifestado sus voceros, nada menos que replicando el modelo de las rondas campesinas, convirtiéndolas en así llamadas ‘rondas urbanas’ para que enfrenten el crimen en las ciudades.

En buena cuenta, serían milicias que podrían ser usadas para otros fines, como se ha visto antes en Venezuela, Cuba y Nicaragua. La propuesta sonó, en principio, como una improvisación –sello de fábrica del Ejecutivo– del premier Aníbal Torres para salir del paso cuando se le preguntó sobre la delincuencia en ascenso. Sin embargo, él mismo se ha encargado de confirmarla y difundirla entusiastamente, sin que le tiemble un músculo del rostro, en los últimos días.

Para empezar, el gobierno está tan perdido que ni siquiera tiene noción de cómo surgieron históricamente las rondas, para desarrollar qué funciones específicas y, sobre todo, cuáles fueron los horrendos abusos, violatorios de los derechos humanos, que, en determinado momento y en zonas específicas, llegaron a convertir en práctica habitual.

Esa supuesta ‘justicia popular’ que se pretende aplicar en poblados urbanos fue un recurso que se justificaba allí donde al Estado y sus fuerzas de seguridad les costaba imponer ley y las propias comunidades se tuvieron que organizar para defenderse, sea de delincuentes comunes –abigeos, violadores, rateros de poca monta– o, como en las últimas décadas del siglo pasado, ya con entrenamiento y apoyo militar, de la vesania terrorista de Sendero Luminoso y el MRTA.

Lo que nos lleva al segundo problema, plantear esto como solución a la ola delictiva es admitir el rotundo fracaso de las políticas de orden interno, una de las principales tareas del Estado en cualquier país civilizado. Una evidencia adicional de que el recambio de gestión gubernamental es más urgente que nunca.

Eso sí, sorprende, por otro lado, que las organizaciones de derechos humanos no hayan elevado la voz de protesta ante tan peligroso despropósito.