"En segundos, o menos, comprendí lo que acababa de ocurrir. Me habían robado el celular, según posterior explicación policial, bajo la modalidad del “arranche”".
"En segundos, o menos, comprendí lo que acababa de ocurrir. Me habían robado el celular, según posterior explicación policial, bajo la modalidad del “arranche”".

Esto le pudo pasar a usted, amable e improbable lector, pero, hasta donde puedo recordar, me ocurrió a mí. Y aunque no tenía pensado contar los hechos, comprendí que su narración podría ser de utilidad a otros seres como yo, entiéndase: mamíferos, primates, homínidos y peruanos; entiéndase mejor: ciudadanos de a pie, seres condenados a discurrir, en una aventura involuntaria, por las inseguras y caóticas calles de nuestro país.

Era viernes y mi cuerpo no lo sabía —últimamente mi cuerpo solo reconoce los domingos y alguno que otro feriado—. Me encontraba sentado en el asiento trasero de un taxi. El calor había amainado, la música era decente y el copioso aire que entraba por la ventanilla me golpeaba el rostro. La cosa iba bastante bien. El locutor de la estación radial —todavía existen las estaciones radiales— acababa de anunciar la hora: 6 de la tarde. Estaba, pues, contento. Y no solo por la comodidad del momento sino por el motivo de mi traslado. Me dirigía al Aeropuerto Internacional Jorge Chávez a recoger a mi hermana (por cierto, ¿sabía que el señor Chávez nació en Francia y nunca pisó tierra peruana?).

Como iba contando, ya estaba bastante cerca de mi destino, cuando el tráfico obligó al taxi a detenerse. En ese momento recibí la llamada de mi hermano. Entonces, cuando iba a decir “aló”, mi celular —¡zas!— se esfumó, se teletransportó, entró en un universo paralelo o simplemente desapareció de mi vista, de mi mano, de mi vida.

En segundos, o menos, comprendí lo que acababa de ocurrir. Me habían robado el celular, según posterior explicación policial, bajo la modalidad del “arranche”. Entonces, pasé por las ya clásicas fases del duelo, establecidas por la psiquiatra Elizabeth Klüber-Ross.

NEGACIÓN: “Esto no puede ser”. “Pero, si yo tenía mi celular ahorita”. “Esto no me está pasando a mí, sino a otra persona igualita a mí”.

IRA: “¿Por qué a mí si yo no le he sido infiel a nadie? Ni camioneta tengo”. “¿Por qué tenía que pasar justo con un celular que acabo de comprar y todavía en cuotas?”. “¡Qué hace ese ministro bueno para nada!”.

NEGOCIACIÓN: “Por favor, Diosito, si logro recuperar mi celular te prometo que el lunes empiezo mi dieta”. “Si de alguna manera lo vuelvo a tener, prometo que no vuelvo a desearle el mal a nadie, ni siquiera a los políticos”.

DEPRESIÓN: “Ya nunca más voy a volver a ver a mi celular”. “A nadie le interesa lo que me acaba de pasar”.”¿Y ahora qué hago con la carcasa que compré en Amazon?”

ACEPTACIÓN: “Ni modo. Tendré que seguir adelante sin él”. “Total, ni que fuera un Iphone 15″.

Sin embargo, cuando ya había aceptado la realidad, cuando ya había depuesto las armas, cuando ya estaba dispuesto a pasar la página, recordé algo inquietante, casi perturbador, algo que nunca se hubiera imaginado Klüber-Ross: tenía unas fotos únicas de unos documentos, vitales para una investigación, a los que, sabía, no volvería a tener acceso. Entonces, en lo que constituye un humilde aporte a la ciencia, entré en una nueva fase: “la desesperación”.

Llegué a la comisaría más cercana. Un policía me llamó y me indicó que pasara a la oficina. Me encontré con un escritorio y, del otro lado, a un oficial frente a una computadora. Le expliqué lo que había ocurrido. Le dije que tenía información valiosa y que, si me permitía el acceso a una máquina con Internet, podría geolocalizar mi teléfono. La respuesta del oficial fue inmediata: un largo y relajado bostezo. Después me pidió que le volviera a relatar lo ocurrido para, ahora sí, hacer el registro de mi denuncia. “Pero, ¿sabe qué?”, me dijo, “esta vez hable más despacito que nos acaban de cambiar de sistema y ando medio perdido”. Volver a la “ira” era cuestión de segundos.

De forma inesperada, otro policía ingresó a la oficina y me llamó a un lado. “Oiga”, me dijo, “usted sabe que todos los días se roban cientos, miles de celulares. Y, como usted comprenderá, no podemos encargarnos de cada caso. Ahora, si usted realmente necesita su celular, y puede geolocalizarlo, quizá yo puedo ayudarlo. Eso sí, como usted comprenderá, aquí siempre faltan recursos. No se equivoque, no le pido nada para mí, solo un apoyo para reponer la gasolina. No se imagina lo que ha subido esta semana”.

Partimos en un patrullero. En él, estaba un policía al volante, de copiloto iba el otro que me habló en la comisaría y, en la parte de atrás, yo. El celular recién acababa de ser apagado. Igual, con un teléfono que me proporcionaron, pude ubicar las últimas coordenadas registradas. No era del todo seguro, pero bien podría seguir en esa misma ubicación.

Llegamos a la calle y el patrullero se detuvo en una esquina. No puedo negar que sentí cierta emoción. Estaba participando de un operativo policial. El punto geolocalizado daba en la casa que quedaba justo en la mitad de la calle. Era de un solo piso, aunque habían puesto las bases para el segundo. Pegada a la puerta, en un papel blanco, decía: “Se venden marcianos de fruta”.

Y entonces empezó otra fase nueva: “la frustración”. El policía ahora me explicaba, muy cartesiano él, que ellos no podían irrumpir en la casa porque había algo llamado “derecho a la inviolabilidad del domicilio” y que, si lo hacían, iban a incurrir en algo llamado “allanamiento de morada”. Luego, el policía en cuestión, cuyo férreo e inesperado respeto a las normas, estoy seguro, proviene de su admiración por el legado de la antigua Grecia, me aseguró que, muy a su pesar, ya nada se podía hacer. Le sugerí que yo podría ir y tocar la puerta como si fuera a comprar un marciano. “¿De qué sabor”, me preguntó. Y si la puerta ya estaba abierta, ellos podrían entrar. Supongo que era una especie de sacada de vuelta a la ley, pero los griegos y Klüber-Ross me entenderían. Al final, todo fue en vano. Con lo cual volví, directo y sin escalas, a la “depresión”.

¿Cuál es la moraleja? ¿De qué le puede servir esto a mis conciudadanos? Bien visto, no lo sé. Quizá hubiera bastado con aconsejarles lo obvio: no utilicen el celular cuando la ventanilla está abierta y el vehículo está detenido. Sí, tal vez hubiera bastado con repetirles eso, una y otra vez, como un mantra. Sin embargo, no todo es negativo. En estos tiempos de desconfianza, en estos días donde la fidelidad parece una rara avis, al menos podemos contar con una constante, con lo único seguro que tiene el ciudadano común, pedestre y silvestre: la inseguridad ciudadana. A nada.


El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!