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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

A Sandra no le queda mucho tiempo. Cuestión de semanas. La niña, de 10 años, pasa su tiempo dibujando. Cuando preguntó si iba a morir, su madre afirmó con desesperada convicción que no. Luego me dijo que le rompía el corazón ver que en sus dibujos solamente había marrones y negros. "Pero", se preguntó, "¿cómo le puedo pedir que use tonalidades alegres?". La silenciosa aceptación de la oscuridad contradecía sus palabras, que negaban la muerte. Para los adultos, la muerte de un niño es una injusticia inaceptable, el incumplimiento forzado de una promesa, la insoportable traición de una oportunidad. Para los padres, además, un conjunto de sucesos que no sucederán, vividos como desgarrador y anticipado vacío. No de lo malo que no ocurrirá, sino de lo que ilumina la vida con ceremonias y transiciones. ¡Cómo no entenderlos! Pero no es, por lo menos en mi experiencia profesional, lo que sienten los pequeños que se aproximan a un fin temprano. Están centrados en cuestiones más inmediatas, pero no menos importantes. Como, por ejemplo, lo que va a ocurrir con sus juguetes, sus mascotas, sus hermanos, lo que están sintiendo sus padres. En este caso, la madre pudo hablar de la muerte con su hija. Usando sus creencias, pero, sobre todo, asegurándole que la adoraba, que la iba a extrañar enormemente, que iba a cuidar lo que dejaba y que estaría con ella hasta el final. A pesar de la intensidad de los sentimientos y su inescapable dureza, la madre me contó más tarde que había sido menos difícil de lo que pensó, que hubo mucho alivio por parte de ambas. Me mostró una hoja que extrajo de su cartera: un dibujo con azules y amarillos, además de negros y marrones.

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