Aníbal se despacha. (Foto: PCM)
Aníbal se despacha. (Foto: PCM)

El premier Aníbal Torres se encuentra solo en el despacho presidencial. Por lo general, suele esperar al presidente Castillo en la antesala. Sin embargo, le apremia conversar con él. “Los tiempos no están para antesalas”, piensa. Por ello, apenas llega a Palacio de Gobierno, pregunta si puede esperarlo en el mismo despacho. La secretaria no duda un segundo, duda dos, pero luego acepta. Después de todo se trata del presidente del Consejo de Ministros. Ni bien ingresa y la puerta se cierra, Torres da un par de pasos hasta detenerse en la mitad del despacho. De pie, sus ojos revolotean por un lugar en el que ha estado decenas de veces, pero que, de pronto, gracias a la soledad, ahora pueden contemplar como si recién lo estuviera descubriendo, observando todo por primera vez.

En una de las paredes, un cuadro enmarca la foto de Castillo y Cerrón abrazados. “Ya le he dicho que se deshaga de Cerrón, pero no puede, pues. Sin Cerrón cae Castillo. Pero, claro, sin Castillo caigo yo también”, murmura. Luego, unos metros más allá, otra foto: el primer gabinete. “Caracho, cada gabinete ha sido peor que el otro. Ni modo, los ministros de Cerrón son intocables. ¿Y los otros? No entiendo por qué a cada ministro que nombramos le aparecen acusaciones. Si antes de nombrarlos puse sus nombres en Google y no salió nada. Claro, qué les iba a salir si ni experiencia tienen”, dice.

Torres concentra ahora su vista en el escritorio. Con la inquietud de un niño travieso, se acerca y se sienta en la silla presidencial. Se reacomoda en el asiento y no deja de sonreír. “De modo que desde aquí se gobierna al país”, dice. “Caracho, que me dejen ser presidente una semana nomás y arreglo todo este desastre”, piensa. Entonces adquiere una postura más recta y mira a la silla vacía que está al frente, donde él suele sentarse cuando va a hablar con Castillo. Se imagina entonces que ahí se encuentra un ministro que viene a verlo, a él, al presidente Torres. “A mí no me venga con lobistas como Karelim López”, le dice, “yo tengo mi gente”. De súbito, suena la chapa de la puerta y esta empieza a abrirse. Torres abre los ojos, como dos platos, inmensos. El premier se apresura a levantarse de la silla, pero trastabilla, sus pies se enredan y cae de bruces sobre la alfombra.

A medida que se reincorpora, Torres ve, con cierto alivio, que quien había ingresado no era Castillo, sino la secretaria. “¿Se encuentra bien?”, pregunta ella. “Sí, muchachita. Estoy bien”, dice con fuerza, como para convencer no solo a la secretaria, sino, sobre todo, a él mismo. “Yo solo venía a decirle que el presidente ya sabe que usted lo está esperando. Debe estar aquí en 10 o 15 minutos”, le dice la secretaria. El premier siente un ardor en las mejillas: “No creo que el presidente tenga que saber…”, le dice. La secretaria lo contempla, como si no supiera de qué estaba hablando. “¿Acaso tú no me viste…?”, le pregunta y ella que no, que no ha visto nada. “Anda nomás, muchachita”, le dice.

Ni bien vuelve a quedarse solo, Torres no demora mucho en volver a acercarse a la silla presidencial. “Seguro Castillo va a demorar todavía”, piensa. Entonces vuelve a sentarse y, sin demora, adquiere la posición de un presidente que va a dar un mensaje a la nación. Entrelaza sus dedos y descansa sus antebrazos en el borde del escritorio. Luego mira hacia al frente, como si una cámara lo estuviera grabando: “Queridos compatriotas, yo, como presidente, no les voy a pedir disculpas por los cuestionamientos de los ministros. El de Justicia, por ejemplo. ¿Cómo iba a saber que tenía 70 denuncias hechas ante el mismo ministerio que ahora dirige?”, dice, en forma pausada, tratando de que cada una de sus palabras se entiendan. Luego agrega: “No se olviden; nuestro objetivo es que el rico no coma más de tu pobreza. Claro, al menos mientras nosotros nos hacemos ricos”.

Justo antes de anunciar al aire –en verdad, al aire– un cambio de gabinete, Torres se detiene. La sangre desaparece de su rostro y queda lívido, pálido. Se levanta de la silla, bordea el escritorio y se acerca a la repisa más próxima. Entonces, achina los ojos al ver algo que no había distinguido antes. Es como un punto, un círculo negro, ¿es? ¿acaso es? ¿acaso es posible? Sí, lo es. Torres alarga su mano y, absorto, toca el adminículo: una pequeña cámara. Sigue con la mirada el campo visual del aparato y advierte, sin duda alguna, que está dirigida, con inusitada precisión, hacia el escritorio de Castillo. En un momento, le parece imposible sentirse peor, más avergonzado, pero entonces otro pensamiento le invade la mente, una interrogante que podría traer consecuencias bastante graves. ¿Esa cámara también tiene algún tipo de micrófono?

El premier Aníbal Torres sale casi corriendo del despacho presidencial. Llega al escritorio de la secretaria y, casi ahogándose, le dice: “Muchachita, dime, esa cámara que está en el despacho funciona. ¿Me ha estado grabando?”. La secretaria, sorprendida, abre la boca, pero no emite palabra. “Te estoy hablando”, dice Torres, impaciente, “¿esa cámara me ha grabado? ¿Ha grabado el audio también?”. La secretaria se pone de pie. “Señor presidente”, dice, mirando por sobre el hombro de Torres. “Ah, todavía te burlas de mí. Entonces me has estado espiando”, le dice Torres, cada vez más exaltado. De golpe, la voz de Castillo, que acaba de llegar, lo deja congelado. “Aníbal, ¿qué pasa? ¿Todo bien?”, dice el presidente. El premier mira con frialdad a la secretaria antes de voltear y esbozar una sonrisa ante Castillo. “No pasa nada, señor presidente. Lo he estado esperando”, le dice y el presidente: “Sí, sí, tenemos varias cosas que conversar”.

En el despacho presidencial, el presidente Castillo se encuentra sentado en su escritorio. Frente a él, Torres luce incómodo. “Bueno, Aníbal, hablemos”, dice Castillo. Durante largos minutos, Torres y Castillo conversan sobre los ministros cuestionados, el voto de confianza y la relación con el Congreso. Al final, la posición que parece más razonable es la de esperar, esperar que la gente se canse de criticar a los ministros, que el tiempo los mantenga en sus puestos. Antes de irse, Torres no puede resistirse. Camina hasta donde se ubica la pequeña cámara y pregunta: “Señor presidente, dígame, ¿esto funciona?” “No, no. Hace varios días que se malogró”, respondió Castillo. Torres respira con tranquilidad. “Felizmente que en este despacho nada funciona”, piensa y dibuja una sonrisa casi imperceptible.

Tras la salida de Torres, Castillo se queda pensando en la cámara. “¿Por qué me habrá hecho esa pregunta? De repente, estará preocupado por mi seguridad”, reflexiona el presidente, “pobre, Aníbal. Ahora lo llamo y le diré que no se preocupe. Total, las otras cámaras sí funcionan”.