Cientos de años de historia guardan las gruesas paredes del antiguo Seminario de San Antonio Abad, hoy convertido en Belmond Hotel Monasterio. Nos lo recuerdan los coros gregorianos que resuenan constantemente como música de ambiente; el árbol de cedro de 300 años que se levanta en el patio central, junto a la pileta; las bellísimas pinturas murales rescatadas en las hornacinas; los cuadros de la Escuela Cusqueña donde el barroquismo andino de las vírgenes y los ángeles arcabuceros se multiplican por doquier llenando los ambientes de colores rojo, amarillo y tierra.

Mil detalles decorativos imposibles de detallar y una estupenda hospitalidad entrenada, pero que fluye con naturalidad son señales de que estamos en un lugar habituado a recibir turismo exigente y de alto nivel.

A tono con el lugar, acaba de inaugurarse el restaurante Oqre con el gran cocinero Jorge Muñoz al frente, quien pone su impronta universal en una carta donde todo el Perú está representado.

“A los cocineros se nos permite tener alter egos”, dice la persona que logró una estrella Michelin con el restaurante Pakta de estilo nikkei bajo el paraguas de los Adriá, el que dirigió los fogones en Astrid & Gastón con cocina peruana contemporánea, y quien se entrenó en restaurantes de corte mediterráneo durante su larga estancia española.

MONACAL. Chef Jorge Muñoz en el Monasterio. Arriba, derecha, su Tiradito al Olivo.
MONACAL. Chef Jorge Muñoz en el Monasterio. Arriba, derecha, su Tiradito al Olivo.

Está convencido de que Cusco debería ser la “segunda capital política” del Perú o cuando menos la capital gastronómica por su historia, el legado de sus picanterías y el turismo nacional y extranjero que atrae.

Mientras tanto, desde el desayuno hasta la cena la historia y el legado están presentes en los productos autóctonos junto con una bollería estilo francés que dejara el chef Michael Raas en 2003 cuando tuvo a su cargo la cocina del hotel.

La carta que propone Jorge Muñoz es fresca, versátil, con muchos guiños a la cocina norteña, mediterránea, asiática y una mirada que siempre sorprende y emociona. Un ejemplo son las gyozas rellenas de adobo cusqueño con uchucuta donde el discreto sabor del aderezo con chicha de jora es el rasgo de identidad que se repite a lo largo del menú. El tiradito de corvina ‘curada’ (para dar firmeza a la carne) es servido en rollitos verticales de tal manera que no se empapen con el aliño. Es de resaltar que el pescado llega fresco desde la costa, como antaño hacía el Inca. Chasqui o avión es cuestión de siglos.

En cada plato hay un detalle que nos dispara hacia la cocina casera o picantera. Los bucattini con mariscos tienen un fondo de seco, los ravioles de zapallo rostizado llevan queso de cabra y salsa de cítricos cusqueños, el asado de tira se acompaña de puré de plátanos amazónicos con muña y hierbas del campo.

Delicioso y diferente. Y si hablamos de diferencias, allí está el anticucho de col pasado por las brasas y bañado con una salsa de ají panca, servido sobre una cama de puré de papa al ají amarillo. El homenaje al norte tiene el nombre de arroz meloso de cordero, es como un abrazo largo y cálido que trasmite el cariño de varias generaciones.

Jorge ama la libertad: para crear, para imaginar, para soñar. Como Héctor Lavoe, el personaje que lleva tatuado en el brazo, se siente un eterno migrante que no quiere perder sus raíces, pero se adapta a las circunstancias. “Todo lo que toco lo hago mío”, dice mientras imagina a señoras vendiendo choclo con queso en la pileta del Monasterio o cuy en pequeños bocados sobre el mantel largo de Tupay, el otro restaurante del hotel que atiende solo cenas.

De sueños se construye el futuro. Y Jorge lo sabe.


TAGS RELACIONADOS