(Foto: César Bueno @photo.gec)
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El fracaso de la regionalización de nuestro país es incuestionable. Producto de ese fracaso tenemos en todo el país obras inconclusas e inoperativas, muchas sobrevaloradas, harta marmaja bajo la mesa y muchas autoridades corruptas enjuiciadas, presas o escondidas.

Los servicios de salud y educación –en manos de los gobiernos regionales– son lo que son… paupérrimos. Los municipios –provinciales y distritales– son tal para cual. Gracias a ellos el agua potable y alcantarillado, la limpieza pública, la vivienda, el tráfico vehicular… peor no pueden estar.

De ahí mi propuesta de crear Organismos Constitucionales Autónomos, especializados en cada uno de los servicios públicos fallidos: salud, educación, agua y saneamiento, limpieza pública, tráfico vehicular, vivienda y urbanismo, infraestructura, entre otros. Para ello –no queda otra– habría que quitarle las competencias correspondientes a los gobiernos regionales y municipales, incluso a los ministerios que claramente han fracasado en su función de servir digna y eficientemente a la población.

Se trata –básicamente– de restablecer la meritocracia y la carrera pública en el Estado, de profesionalizar y despolitizar la gestión estatal y –lo más importante– de mejorar los servicios públicos en favor de la ciudadanía. El ejemplo a seguir es el Banco Central de Reserva del Perú (BCR), el emblema máximo de la excelencia y eficiencia institucional en el Estado.

Los organismos autónomos –dicho sea de paso– serían totalmente descentralizados. Es decir, gestionados desde las propias regiones. Nada de centralizar nuevamente al Estado. El centralismo es tan malo –o peor– que la regionalización.

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La propuesta va más allá de –solamente– crear organismos constitucionales autónomos. Paralelamente, habría que reducir drásticamente la burocracia estatal, fusionando ministerios e instituciones estatales redundantes.

Aparte de reducir significativamente la corrupción y la incompetencia en el Estado, la propuesta generaría un gran ahorro en gastos burocráticos improductivos, los cuales se invertirían –eficiente y transparentemente– en mejorar las remuneraciones de los maestros, médicos y enfermeras, policías y militares, y jueces y fiscales; y en construir más y mejores obras de infraestructura social.

En definitiva, el objetivo final es el bienestar del ciudadano, en vez del bienestar del funcionario o político corrupto. Quien no gobierna para servir a la ciudadanía, no sirve para gobernar al país. ¡Esa es la idea!

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