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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,La columna de Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

La primera vida que recuerdo y que ahora está hecha de imágenes borrosas e imprecisas es la de un niño asustado, intimidado por los modales ásperos de su padre, protegido y al mismo tiempo reprimido por el celo religioso de su madre, un niño que vivía en una casa muy grande en las afueras de la ciudad y se aferraba al fútbol como la forma más placentera de evadir la realidad, un niño que jugaba al fútbol a solas, con su hermano, en los recreos del colegio, imaginariamente, en sueños, en los cuadernos donde dibujaba los goles de fantasía que soñaba convertir.

Esa primera vida, la del niño asustado, terminó, me parece, cuando mi madre, alarmada por mis repetidas fugas de la casa, me mandó a vivir con sus padres, mis abuelos, quienes, muy generosamente, me acogieron como si fuera su hijo, me dieron un cuarto y un baño, me instalaron en un mundo tranquilo de sentimientos afectuosos y risas frente al televisor y panes con azúcar y mantequilla y me salvaron de las aguas turbias en las que estaba ahogándome, primero en una casa de un barrio señorial, a pocas calles del colegio al que mi madre me había cambiado no tanto para estimular mi curiosidad intelectual sino para aguijonear mi ya menguante espíritu religioso, luego en una casa noble, de dos pisos, con balcón a la calle, donde mi abuelo y yo compartimos cigarrillos, tragos, largas charlas políticas y una común animosidad al dictador militar. Fueron años castos, académicos, felices, hechizado por los libros de historia y los discursos enjundiosos de un charlatán y las poses megalómanas de un divo de la canción, años de vanidad y candor, de pueril convicción en el poderío que sentía en mí.

Es probable que mi tercera vida se originase cuando, todo casi al mismo tiempo, descubrí con pavor que ese poderío estaba lleno de grietas y agujeros y humanas debilidades y abandoné los estudios y fui separado de una universidad de intenciones católicas y me hice adicto a ciertas drogas y comencé a viajar todos los meses a una ciudad tropical en la que me pagaban sin mezquindad por decir boberías, cháchara fina, zarandajas barrocas, un trabajo o una simulación que me permitió inaugurarme en la vida del trotamundos, del viajero inconstante, del que vive en hoteles y no se siente ya parte de ninguna ciudad, ese que va y viene, que nunca está del todo sobrio, que persigue su destino en la búsqueda incesante de distintos estados de ánimo, la euforia, la melancolía, la tristeza, el fuego autodestructivo, el que comienza a ensimismarse y comprende que lo que se dice en público para ganar dinero es una pose histriónica, un desplante que se justifica para conseguir luego los narcóticos que permitan fugar, escapar, viajar, llegar a ese lugar virgen, inexplorado, al que solo llegan los aventureros, los lunáticos, los conquistadores que no saben si el mar se termina de pronto y sin embargo navegan buscando las indias sin desmayar.

Recuerdo luego una vida más tranquila, en una ciudad muy fría, cerca de la universidad de los jesuitas, cuando, lejos de todos los que me recordaban el caos y sus miserias y mis oscuras apetencias concupiscentes, descubrí, no sin una cierta cuota de persistencia o terquedad por mi parte, que resultaba más conveniente evadir la realidad jugando con las palabras que con las drogas, y entonces, a edad prudente, dejé de azuzarme con hierbas y polvos y empecé a volar de una manera más ambiciosa y redentora y lo que al comienzo fue apenas una intuición, unas corazonada, la idea mínima de que conseguiría salvarme del naufragio enredándome con las palabras y evadiendo la realidad para sumergirme maravillado en el océano infinito de las mentiras y las exageraciones, se convirtió luego en una certeza, un destino, una apuesta redoblada, la vida del escritor, que me parecía una vida fantástica, insolente, superior estéticamente a cualquier otra trayectoria azarosa que pudiese imaginar, la vida del que vive a secas en la realidad pero sobre todo en esas otras vidas que va inventando, fabulando, abrasando y calcinando en la hoguera sagrada de lo que no fue pero pudo ser y se cuenta como si hubiera sido.

Puedo contar otras vidas: la del hablantín comedido que hacía preguntas circunspectas y permitía que su rostro se multiplicase a la vez en tantas ciudades que repetían la lengua de los conquistadores; la del padre y esposo torturado por la culpa religiosa y sus espinosas ramificaciones; la del viajero inconstante que pasaba horas insomnes en los aviones y procuraba alejarse un poco del caos para luego volver a él cada dos o tres semanas, esa vida quebrada en dos, partida por la mitad, nunca plena, insuficiente, una moderada dosis de armonía hasta aburrirse y luego viajar al centro mismo del desasosiego para revolverse y salir espantado, huyendo; y en medio de tantos reflectores encendidos y tantas cámaras con la luz roja que te advierte de los peligros de estar vivo y tantos aviones y tantos furtivos afanes amatorios, la vida del que, contra viento y marea, sigue braceando, nadando de noche, capturando una palabra y hundiéndola en las aguas negras, midiendo su respiración, sabiendo que si deja de mover los brazos y respirar, se hundirá y morirá ahogado, la vida extasiada y exhausta del que nada y sigue nadando en medio de un mar de noche sin saber si más allá habrá una isla, un peñón, tierra firme.

Y ahora, por fin, me encuentro viviendo una última vida improbable, la del que llega a la isla soñada y reposa y se tiende en la arena y mira la noche estrellada, del que ha llegado y está tranquilo y contento y respira profundamente el aire que viene del mar, esta vida sosegada y bienhechora que he encontrado al lado de una mujer que me ha dado a otra mujer, una vida en una isla en la sombra con dos mujeres que me sonríen y bailan a mi alrededor, la vida final, soñada, el lugar donde uno quisiera quedarse tranquilo pero lo cierto es que tal cosa no es posible, porque ahora, el que ha llegado y recuerda sus travesías, echa de menos la acelerada pulsión del que viaja, del que se echa a nadar de noche y sortea escollos, del que no se resigna con lo que ya tiene y quiere ir más allá, a un lugar desierto, virgen, inexplorado, y entonces decide que ninguna de las vidas que ha vivido es mejor que la que acaso está por vivir, esa vida paradisíaca que imagina al otro lado del mar, en otra isla aún mejor hecha de palabras y fantasías exuberantes a la que tendrá que llegar con las mujeres que ama y el recuerdo de las personas a las que amó.