Tantas veces Silvia

Han sido seis días agitados, intensos, quemantes, vertiginosos en Nueva York, seis días tan enloquecidos que sentí que en cualquier momento se me reventaría el corazón, seis días en los que he caminado más de lo que había caminado la vida entera, seis días en los que quería mostrarle a Silvia todo lo bueno que conocía de Nueva York y luego los amigos de Silvia querían mostrarnos, ya de noche, todo lo fantástico y divertido que yo no conocía de la ciudad.
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Jaime Bayly,La columna Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

No sé cómo no me dio un infarto ayer, en el avión, al volver a casa, después de una noche sin dormir, de una intensidad sofocante, febril, abrasadora. Lo importante es que llegamos a casa, abrazamos a nuestra hija Zoe, la bañamos en la piscina y sentimos que era el final apropiado para un viaje inolvidable y peligroso, a ratos tortuoso y en ocasiones placentero y casi siempre inspirador, una incesante montaña rusa de sentimientos y emociones y diálogos chispeantes y miradas cargadas de promesas y discusiones o silencios tensos a las cuatro de la mañana, un recorrido fantástico y extenuante por todas las Silvias que hay en Silvia y todos o casi todos los Jaimes que hay en mí.

Hubo momentos peligrosos y no exagero: cuando, en el bar de un hotel, un sujeto en saco y corbata se acercó discretamente a Silvia y le dijo, en español, con marcado acento colombiano, que le ofrecía sus servicios sexuales muy esmerados, las veinticuatro horas del día, llámame cuando quieras y allí estaré para servirte, le dijo, con una mirada en la que refulgía no tanto la lujuria sino la impaciencia por ganar dinero (y tal vez también para sentir el poderío de sus torvas aptitudes para la seducción o la manipulación sicológica), y entonces el colombiano, que cargaba una mochila negra y tenía el pelo negro rapado como si fuera militar, le entregó a Silvia una tarjeta y le dijo estoy a tus órdenes las veinticuatro horas, y ella le hizo un gesto comedido de estupor, y yo no supe o no quise quedarme en silencio y le dije al servicial y desvelado prostituto de la noche: yo te contrataría encantado, pero no puedo porque soy impotente, y entonces todo se torció y se agrió y echó a perder porque el imprudente prostituto se enfadó conmigo, no apreció mi sentido del humor, se puso de pie y empezó a amenazarme y decir cosas envenenadas y pareció que quería pegarme, mientras yo pensaba qué quisquilloso y delicado ha resultado este crápula, que no tiene miramientos en interrumpir una conversación entre Silvia y yo y tampoco tiene pudor para decirle a Silvia que quiere tener sexo con ella y además cobrarle, dándole de paso su tarjeta, pero que, cuando le hago una broma al respecto, se siente herido en su honor y se pone muy macho, díscolo, procaz, y se me viene encima, una tensión penosa que nos obligó a irnos deprisa de ese bar y volver al hotel cerca del parque, deplorando la conducta vulgar del colombiano.

Hubo también momentos de gran felicidad y ahora los recuerdo y no por eso quiero volver pronto a esa ciudad afiebrada y tumultuosa que solo me gusta visitar una semana en verano y nada más, luego quiero estar en esta isla sosegada, cerca de mi hija Zoe, pues ninguna ciudad puede darme la tranquila felicidad que ella comparte conmigo cuando me sonríe o la veo bailar con su madre o nos bañamos en la piscina y discursea sus cosas enfáticas y cantinflescas: no me equivoqué al insistirle a Silvia que cada tarde debíamos pasear una hora por el parque, perdiéndonos, maravillándonos con los árboles, las fuentes, los reservorios, las infinitas bifurcaciones de los senderos de ese parque que, cuando estoy en Nueva York, me obligo a visitar y caminar a paso lento, moroso, displicente, esta vez haciéndole fotos a Silvia, capturando esos momentos mágicos en los que nuestras miradas se encontraban de nuevo, como la primera vez que se encontraron en un estudio de televisión en Lima, hace ya casi cinco años, cómo ha pasado el tiempo y Silvia sigue pareciendo mi hija, nadie cree que tiene veintitrés años, en cada bar debo sacar su licencia de conducir y asegurar que ella nació en 1988 y ya puede beber legalmente cerveza o champagne; creo que tampoco estuve mal en pedirle que caminásemos mis calles preferidas de los barrios cercanos al parque, al este y al oeste, y que tomásemos el té en el Plaza, y que tuviese paciencia para tolerar el aire señorial del bar del Pierre, y que comiésemos salchichas en el bar del Surrey, y que me acompañase a ver la exposición de Picasso en la galería Gagosian de la calle Madison (ese fue el momento más deslumbrante e inspirador de los seis días en Nueva York, sobre todo cuando vimos cómo Picasso había pintado a Françoise Gilot, su mujer, y a Claude y Paloma, sus hijos: afeándolos y humanizándolos y al final embelleciéndolos, haciéndolos inmortales, desfigurándolos y elevándolos, dándoles formas monstruosas y al mismo tiempo gloriosas y expresando de ese modo oscuro y desesperado su amor por ellos, demostrando que el arte es eso mismo, servirte de todo lo que te rodea, incluyendo tu propia familia, para explorar las infinitas posibilidades de creación y belleza y fantasía que se ciernen alrededor de todo lo que a duras penas conoces de la vida y que debes convertir en alguna forma de arte que perdure y enaltezca y embellezca la experiencia humana) y que caminase conmigo por la mansión de Henry C. Frick, admirando su colección de arte, su biblioteca, el cuarto que mandó pintar para su mujer, su espléndido jardín de invierno: este es el Nueva York apacible y señorial que yo conozco mejor, el del parque y sus barrios aledaños al este y al oeste, y es el Nueva York que quise compartir con Silvia aquellos seis días luminosos y huracanados.

Y hubo momentos inesperados, impredecibles, en los que Silvia, sin dejarse inhibir por el miedo, arriesgándose valientemente como solo ella sabe arriesgarse, me obsequió y ahora le agradezco de veras: la noche que nos sorprendió tomando cerveza mientras conspirábamos con su amigo M. para hacer una película; la noche con su amigo F. que fumamos un porro de la más alta calidad en la calle Mercer y luego nos echamos a andar sin saber adónde íbamos (solo F. sabía adónde íbamos, y siempre nos llevaba a un lugar mejor y mejor, qué noche fantástica), y caminamos dos horas o quizá tres por los barrios bajos de la ciudad, entre las bolsas de basura y los locos que se negaban muy juiciosamente a irse a dormir; esa otra noche en la que, gracias a la generosidad de F, gran anfitrión, hombre de una inteligencia brillante y afilada y tremendamente divertida, fuimos a un club exclusivo, con piscina en el quinto de piso, y tomamos los tragos que él nos recomendó (él solo tomaba agua y agua de caño, ni siquiera de botella), unos tragos deliciosos con sabor a mojito pero mejores llamados Eastern Standard, y terminamos haciéndonos confidencias que nos hacían estallar en risotadas, aunque a mí me conmovió mucho cuando F. contó el tristísimo momento, hace tres años, cuando quiso interrumpir su vida con pastillas en un departamento en South Beach, Meridian y la 13, en el que durmió dos días con sus noches y despertó fantaseando con un vaso de agua y habiéndose hecho la caca dormido, así de cerca estuvo de morir, qué genial es F, menos mal que terminó abrazándose luego con su padre, como también me impresionó M. cuando contó que a los trece años se metía en el cajón de debajo de su cama, ponía una canción preciosa de The Dandy Warhols, Sleep, y se cortaba los brazos por amor a un chico, y yo veía en esos relatos que me estremecían la posibilidad del arte, de una película o una novela, y seguía comiendo helado de coco sorbé, dos bolas más por favor, he comido tantos helados sorbé en Nueva York que mis bolas testiculares ya no deben de tener leche sino sorbé, sabor a limón, claro.

Pero el momento más tremendo y me parece que educativo de esos seis días en Nueva York ocurrió una noche, después de cenar con un amigo argentino, que Silvia y yo, aconsejados por los amigos de Silvia, F y M, tanto más listos y despiertos y mejor informados que yo, fuimos a un club, Le Bain, al lado del hotel Standard, porque era jueves y al parecer era la noche bisexual y se nos dijo que no podíamos perdernos ese espectáculo, el de observar a tanta gente linda, ensimismada, levemente envanecida y acaso confundida o ya no tanto, el confundido soy solo yo a estas alturas, y por eso Silvia y yo nos pusimos humildemente en la fila para entrar al club, esperamos, no avanzamos, esperamos veinte minutos, apenas avanzamos, vimos cómo otros, jóvenes y bellos y bien conectados socialmente, llegaban y entraban sin hacer la cola y sin mirarnos por supuesto, y cuando por fin llegamos a la puerta, un hombre afroamericano, tomando una lata de cafeína líquida, nos miró con displicencia, nos preguntó a quién veníamos a ver, le dije que a nadie, nos preguntó quién nos había invitado, le dije que nadie, que solo queríamos estar juntos un momento, y entonces nos dijo, simulando cierta congoja que no resultó creíble a mis ojos, que teníamos que irnos, que no podíamos entrar al club, que era demasiado exclusivo para nosotros, que no éramos suficientemente bellos o atractivos o fascinantes o glamorosos para dejarnos entrar, y entonces la puerta se cerró y nos hicimos a un lado y comprendimos que habíamos sido rechazados, humillados, desdeñados, que esa fiesta en la terraza del Standard no quería mancharse o afearse o contaminarse con nuestra presencia, y caminamos al bar y pedimos una copa y nos sentamos a mirar la media luna dibujada en la noche de Manhattan y Silvia, tan tranquila y valiente como siempre, me dijo es la primera vez que hago cola para entrar a una discoteca y es la primera vez que me chotean, y yo le dije yo también, y luego nos miramos, sonreímos, nos besamos y nos quedamos mirando la media luna y yo le dije lo que ahora mismo, unos días después, ya en casa, en la isla, siento que es verdad: la suma de todos los rostros bellos que se entreveran en ese club al que no nos dejaron entrar no será nunca ni la mitad de bella que es tu cara, Silvia, mi amor, o la cara de nuestra hija Zoe, y ese es mi club y en ese club me quedo y no necesito ningún otro club para ser feliz.

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