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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,La columna de Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

Al pie de su cama, sobre la alfombra, hay un libro de Borges y una biblia que le ha regalado el jardinero evangelista. No ha leído la biblia ni piensa leerla, las letras son muy pequeñas. Prefiere las ficciones de Borges, la poesía de Borges, el modo en que un ciego persigue a tientas las palabras y cree ver matices amarillos cuando las atrapa.

El cuarto en el que duerme Julián se usa solo para dormir. Es pequeño, oscuro, hay un televisor y una computadora que nadie enciende. Julián entra a ese cuarto a leer y dormir, pasada la medianoche. Cierra la puerta, se coloca unos tapones de jebe de color naranja en los oídos y lee un par de horas y luego duerme. Antes de dormir, toma unas pastillas que va cambiando cada noche. El baño de ese cuarto parece una farmacia, hay toda clase de pastillas para inducir el sueño y mejorar el estado de ánimo. Aunque las pastillas son caras, Julián piensa que dormir apropiadamente es algo que no tiene precio y está dispuesto a pagar lo que sea, y jugar con su cuerpo, siempre que consiga dormir todas las horas que sean posibles sin que nadie lo interrumpa. Cuando duerme, los teléfonos de la casa están desconectados. Nunca los enchufa al despertar, permanecen desconectados, no espera una llamada de nadie ni quiere llamar a nadie, ha decidido vivir la vida quieta, sedentaria, taciturna, del escritor retirado. Tiene una sola filosofía y a ella se aferra, empecinado: no quiero molestar a nadie, no quiero que nadie me moleste. Por eso se ha quedado sin amigos y, aunque formalmente tiene una familia, no ve a nadie de su familia, a no ser por su esposa y su hija menor, que viven con él. A todos sus parientes los recuerda con afecto y gratitud (y a algunos parientes lejanos, con pavor), pero no está impaciente por reunirse con ellos y cree que es mejor atesorar los recuerdos antes que devaluarlos al cotejarlos con la realidad.

Silvana, la esposa de Julián, duerme en un cuarto con balcón, en una esquina de la casa. Es una mujer joven, de extraordinaria belleza. Julián disfruta del modesto hecho de mirar a esa mujer. No duerme con ella, sin embargo. No sabe dormir con otra persona. Solo puede dormir a solas, rebajado a su más humana y oprobiosa condición. Así ha sido siempre, desde que era niño y vivía con sus padres en una casa en los extramuros de los cerros de los suburbios de una ciudad cubierta por el polvo y la niebla. Silvana despierta a mediodía, va a recoger a su hija en ropa de dormir y zapatillas (una ropa que también parecería de correr) y luego ocupan la planta baja de la casa procurando no hacer ruido, cuidándole el sueño a Julián, que duerme como si hubiese trabajado, como si estuviera exhausto por un esfuerzo físico, como si hubiese corrido una maratón, pero Julián no trabaja, no hace nada, vive de sus rentas y sin embargo duerme diez o doce horas como si mereciese el descanso cuando ese reposo es solo la prolongación inconsciente de su estado tranquilo, consciente. Es como si estuviera dormido todo el día y la noche, solo que a media tarde despierta, se pone unos zapatos y baja a saludar a su esposa y su hija y a las dos mujeres del servicio doméstico, María e Hilda, que son como si fueran de su familia, dos señoras a las que quiere como si fueran su madre o su tía o incluso más. Son ellas, María e Hilda, las que pasan la noche cuidando a la hija de Julián y Silvana, son ellas las que la llevan al colegio a las ocho de la mañana, las que limpian y cocinan y ordenan todo, las que permiten que Julián siga vivo, replegado, ensimismado, buscando la belleza en las palabras, son ellas, María e Hilda, las que han preparado los jugos (varios jugos, de naranja, de papaya con plátano, de manzana, de arándanos) para que Julián los tome como desayuno, junto con sus pastillas para no deprimirse, para no llorar, para no extrañar a nadie, para no quedarse calvo, para no envejecer de un modo todavía más bochornoso. Julián sabe que María e Hilda son ahora su familia, la familia que ha escogido, y no piensa alejarse de ellas. Ya no imagino la vida sin ellas, piensa, cuando las ve, sonrientes, haciendo las faenas domésticas, cubriendo de amor a la pequeña niña.

Julián y Silvana salen a dar un paseo por la isla y comentan las novedades. Ante todo, intentan preservar la calma y la armonía y no ceder a la tentación de exagerar los problemas. Todo está tranquilo y bien cuando él está con ella. Compran la comida y regresan a casa. A veces ella ya ha comprado la comida cuando él dormía y no hace falta salir pero igual salen a dar una vuelta, a mirar las calles apacibles de la isla, a recoger la correspondencia y verificar los leves, apenas perceptibles, cambios del clima: en esa isla el frío es una quimera, todo el año es verano, los días son más calurosos y menos calurosos y muy ocasionalmente frescos pero no fríos, nunca realmente fríos.

Como si no le bastara encerrarse para dormir, Julián sube a su estudio y se encierra a escribir. A las cuatro debe estar escribiendo o mirando pasmado la pantalla sin saber qué escribir, pero en posición de escribir, esperando una idea, una imagen, una difusa, neblinosa inspiración. Nunca viene la inspiración, hay que forzarla, hay que abrirse paso con un machete imaginario entre el espeso follaje de la memoria, esa selva peligrosa y exuberante. Julián escribe solo lo que cree verdadero y solo cree verdadero lo que recuerda y solo recuerda lo que su memoria elige de un modo arbitrario. Es, pues, prisionero de su memoria, rehén del tiempo y sus estragos viciosos. Tal vez lo que recuerda lo ha imaginado, lo ha fabulado, no lo ha vivido de ese modo minucioso, pero cuando lo escribe cree estar viviéndolo de nuevo y de una manera aun más intensa y sin duda verdadera. Mientras escribe, mira dos relojes: uno se lo regaló un cantante famoso y es ahora su amuleto; en uno se marca la hora de la isla y en el otro la hora de la ciudad en la que Julián nació y a la que solo piensa volver cuando esté muerto, incinerado y depositado en una lata de leche o café. No sabe por qué no debe regresar a esa ciudad, solo sabe que vivirá o sobrevivirá siempre que se mantenga lejos de ella y escribiendo todos los días, llueva o truene, que son dos cosas, los truenos y la lluvia, que nunca ocurren en esa ciudad de la que se ha alejado para ser un escritor y un hombre libre, o para ser un escritor y un prisionero de todos los recuerdos que remiten a ese punto geográfico del que quiere pero no puede emanciparse, porque cada tarde, cuando escribe, regresa a él.

Al final de la tarde, Julián y Silvana observan, fascinados, el modo en que su hija descubre el mundo. Por lo general hay música y los tres bailan, se abandonan al baile. La niña expresa su felicidad de un modo musical. A pesar de que es pequeña, ya sabe todas las canciones que quiere oír. Lo que Julián hace con su cuerpo no es exactamente bailar: lo mueve a duras penas de un modo que consiga complacer la mirada risueña y curiosa de su hija. Silvana baila felizmente. María e Hilda comentan, celebran, ríen, aplauden las ocurrencias y extravagancias de la niña. Julián y Silvana se miran y creen encontrar el amor en el aire que los separa. Tal vez bailan tan contentos porque contemplan la suma del amor que los ha reunido, esa niña que los ha llevado a esa casa en esa isla y los ha hecho bailar de nuevo como niños. Tal vez bailan tan contentos porque, a pesar de todo, están vivos, están juntos y han podido escribir unas cuantas palabras esa tarde, cada uno en la soledad de su estudio.

Ya de noche, Julián y su esposa salen a correr. Corren sin hablar, a un ritmo lento, la misma ruta de todas las noches, por unas calles en las que no hay peatones y esporádicamente pasa un automóvil. Al volver a casa, se echan en las tumbonas del jardín y miran las palmeras, las estrellas, el paso de un avión que surca la noche despejada. Julián ama a su esposa de un modo tranquilo y silencioso como nunca ha amado a nadie, a ninguna mujer, a ningún hombre. No siendo un hombre sentimental, y habiéndose considerado toda la vida un ermitaño, ha encontrado en esas mujeres que viven con él (su esposa, su hija menor, sus empleadas que son también sus confidentes y amigas) unas formas de amor que ahora le resultan crecientemente urgentes, indispensables. Lo poco que soy, los escombros a los que he sido reducido, son lo que ellas ven, lo que está en sus ojos, piensa, y luego recuerda con terror la otra noche en la que pensó que estaba muriéndose y no alcanzó a morirse, una noche que, presiente, volverá pronto y esta vez sin compasión. Precisamente porque siente la presencia ominosa de la muerte y sabe que el número de los latidos de su corazón está contado, precisamente porque sabe que se aproxima la fecha de expiración y cree que luego no habrá nada, solo la última angustia de la muerte, Julián se obliga a dejar constancia de la vida en cada palabra que escribe y en cada beso que da a su mujer y su hija. Pronto vivirá, si acaso, solo en ellas, en las palabras y en el recuerdo de las mujeres que todavía lo aman.