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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,La columna Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

Mi padre era uno de seis hermanos. Eran cinco hombres y una mujer, mi padre el mayor de todos. De los seis, mi padre, que en paz descanse, tenía fama de ser el tonto de la familia. Se burlaban de él, no se lo decían en su cara, pero era evidente para mí en las pocas reuniones familiares a las que asistía de niño: sus cuatro hermanos y su hermana eran todos más listos, más guapos y más ganadores que él, y así se sentían y, sobre todo, se lo hacían sentir. Mi padre era el tonto, el perdedor, el que era despedido de un trabajo y de otro y de otro más, el que no paraba de tener hijos todos los años. Sus cuatro hermanos tenían nombres suaves en inglés, eran muy atildados, muy viajados, muy proclives al humor y la ironía fina; su hermana poseía un aire regio, nobiliario, levemente ausente, como si estuviera caminando sobre nubes. Mi padre era el tonto de la familia y así lo miraban y trataban y en cierto modo lo evitaban, pues solo lo veían cuando era inevitable, en navidades por ejemplo, y nadie esperaba nada bueno de él, y él tampoco, claro.

No fue mi padre el primero en morirse de esa familia de seis hermanos. Sorprendente e injustamente, el más guapo y encantador de los cinco hermanos, un seductor natural, un hombre brillante, banquero, playboy sin advertirlo o disimulándolo, una sonrisa fantástica que irradiaba magnetismo puro, enfermó a una edad temprana y murió poco después. Dejó una hija preciosa y un hijo guapísimo, ambos de revista, de portada, y el recuerdo agradecido de las mujeres que lo amaron y de quienes lo conocimos. Bastante tiempo después, mi padre enfermó y murió. En sus funerales saludé a su hermana y sus tres hermanos, todos muy elegantes y comedidos. No he vuelto a verlos. Los echo de menos, por supuesto, en particular a uno de ellos, que me saludó con singular afecto en el cementerio y que, muy injustamente, tiene ahora una cierta fama de perdedor, tal vez porque ha hecho menos dinero que sus hermanos, como si el éxito pudiera medirse solo por el dinero que, limpia o tramposamente, uno atesora. Muy probablemente, no volveré a verlos. Sé de un modo incierto que la señora regia sigue levitando con natural elegancia entre los suyos, que el viajero de los pañuelos de seda pinta como pintaba su padre, que el banquero astuto multiplica sagazmente su fortuna (no le guardo rencores por oponerse de un modo airado a mí, asociándome a las catástrofes) y que el gimnasta viudo prefiere la cercanía del mar y fue descrito por mi madre como "un fracasado". No lo es, por cierto, y a es él a quien quisiera ver para que me cuente su vida o lo que melancólicamente recuerda de ella.

Mi madre es una de nueve hermanos. Viven ocho, uno ha muerto, el más rico de todos, el navegante, el minero, el amante solitario. Le sobreviven ocho hermanos: cuatro hombres, cuatro mujeres. De los nueve hermanos, el que está muerto tenía fama de ser el más inteligente y mi madre tenía fama de ser la más tonta o la más cándida o la más ingenua, por algo le decían La Beatita. De los ocho hermanos que aún viven, es probable que mi madre siga siendo la más tonta o la menos aventajada intelectualmente: sus tres hermanas son muy listas, mucho más rápidas que ella para el dinero y el prestigio social y las fiestas y el ascenso perfumado a la montaña de los ricos y famosos, y sus cuatro hermanos son, claro, notoriamente menos inteligentes que el millonario muerto, aunque parecería que más despiertos o avivados o pícaros que la santa de mi madre: uno, que ya debe de estar muy viejo, se distinguía porque le gustaba jugar al fútbol en un club de playa, otro se ha pasado la vida tratando de hacer la revolución y fastidiando de un modo obstinado con la cosa política, otro parece un árbol añoso y encorvado y también tuvo su momento político y fue alcalde y quiso ser ministro o algo así, y el menor de todos no se sabe bien a qué se dedica o se ha dedicado, creo que a correr olas y, en general, a buscar la rumorosa proximidad del mar y escapar del trabajo en cualquiera de sus formas ruines. Es muy evidente para mí que de los nueve hermanos mi madre es la más tonta y la más noble y buena y también la más laboriosa en los arduos asuntos de la moral, Dios la bendiga y la tenga en conserva. Pero tan tonta tampoco es, porque cuando su hermano el millonario terminó de morirse, quienes heredaron su fortuna fueron mi madre y dos de sus hermanas, y a los demás no les dieron ni naranjas (y a mí, ni limones). ¿Por qué el más inteligente y acaudalado de los nueve hermanos eligió a sus dos hermanas listas y chismosas y a su hermana la beata y se olvidó rencorosamente de los demás? No lo sé. Es lo que ocurrió y me limito a contarlo. Pero parecía improbable que el más inteligente de los nueve hermanos, el que está muerto, compartiera una parte nada desdeñable de su fortuna con mi madre, de quien solía burlarse como se burlaban de mi padre sus hermanos ricos y espléndidos y tan viajados y bien vestidos.

Soy entonces el hijo del más tonto de seis hermanos y de la más tonta de nueve hermanos. Soy uno de diez hermanos. No sé si tengo fama entre mis nueve hermanos de ser el más tonto, probablemente sí, solo que no me lo dicen porque les da pena decirme la verdad y además prefieren evitarme como los hermanos ganadores de mi padre evitaban a mi padre y las hermanas ricas y emplumadas de mi madre evitaban a mi madre (hasta que heredó, lo que de pronto la hizo tanto más encantadora).

Fríamente, no sé quién es el más tonto de los diez hermanos que somos, puede que sea yo. Mis hermanas son con seguridad más inteligentes que yo: una es poeta y vive en el mar y posee una sabiduría quieta y taciturna, y la otra es listísima y es mi amiga chispeante y ocurrente desde niños y confío en ella más que en mí mismo. Mis hermanas, entonces, me sobrepasan largamente en inteligencia, no cabe duda de ello.

Luego están mis siete hermanos: bien mirados, ninguno me parece más tonto que yo, todos, uno a uno, son más listos y aventajados y emprendedores y respetados por sus logros, méritos y pujanzas: uno es atleta, no para de correr maratones y tiene asiento en este directorio y en este otro (yo no corro ni dirijo nada); otro es ingeniero y tenista y es muy querido y sabe prodigar su afecto entre quienes ya no me quieren, qué alivio; hay uno que es simpatiquísimo, el animador de todas las fiestas, un tipo encantador que sabe vivir la buena vida (me recuerda, por su simpatía natural, al hermano muerto de mi padre, uno de esos hombres que imponen su presencia en cualquier lado) y que tiene casa en la ciudad, en la playa y en el campo; y luego recuerdo a un hermano que tenía fama de loco o tontorrón o todo el tiempo medicado y ahora tiene fama de millonario y soltero codiciado y sale en las revistas de papel cuché y va de discoteca en bar y viste como un dandy y cambia de auto cada medio año. De momento, esos cuatro hermanos, está claro, tienen un éxito que me es esquivo, han hecho carrera, son profesionales, están muy consolidados, me superan en todo, en sus cuentas bancarias, en su normalidad familiar y en su reputación intachable.

Luego están los menores: uno es ejecutivo, gerente, corredor, nadador; otro es arquitecto, escritor, fotógrafo, conquistador; y el menor es abogado, banquero, viajero infatigable, ganador en toda la línea, el que será presidente y así se lo he dicho: los tres, no cabe duda, son más inteligentes que yo, y eso se nota en la manera organizada y correcta como gobiernan sus vidas admirables.

Yo soy el loco de los diez hermanos, el loco suicida, el loco drogadicto, el loco escandaloso, el loco bisexual, el que quiere ser presidente, el que tiene hijas y amantes tontos y despechados y ex esposas dignas y abandonadas. Yo soy la mancha, la vergüenza, el pecado. No diría que soy necesariamente el más tonto de los diez, pero sí el que más tonta y alocadamente ha malgastado su vida.

Muy bien, a eso hemos llegado: creo que mi padre era el más tonto de los seis hermanos, creo que mi madre es la más tonta de los nueve hermanos, creo que yo soy el más tonto de los diez hermanos. Al considerarme el más tonto de mis hermanos, siento que estoy siendo un buen hijo de mi padre y mi madre y que estoy honrando una noble tradición familiar.

Por un momento pareció que el éxito podía estar en mis cartas, contrariando el mandato genético, pero ese malentendido ha sido superado y los de mi familia, ya bien informados, ahora me tienen afectuosamente como el loquito, el tonto, el majadero, el hablantín, el perdedor, tal era mi destino y no me quejo.